Interiores de la antigua Suna.
— ¿De verdad hace falta llegar a esto? — Se quejaba aquella joven pálida y pelirroja mientras, con un esfuerzo considerable para hablar, restregaba un trozo de tela húmeda en una pared ensangrentada. Su intención, aunque buena, no bastaba para hacer de su tarea sencilla.
— No cuestiones mucho, que justo por eso este terminó como terminó. — Respondió otra voz, esta vez más grave, proveniente de un hombre de mediana edad que ayudaba con el intento de limpieza.
— Sabes que estoy de paso. Además, ¿Qué van a hacerme estos barbaros? ¿Colgarme de los talones? Habré cruzado el desierto infernal antes de que se den cuenta. — Agregó la fémina mientras lanzaba al suelo aquella tela que ya había robado algo del carmesí de la pared.
El hombre se detuvo unos segundos a mirarla con cierta compasión, y sin mediar palabra continuó con su tarea. En aquella plaza donde las ejecuciones públicas eran un plato usual para entretenimiento de la Yakuza los habitantes intentaban borrar activamente las pruebas de aquellos actos que -la mayoría- aborrecía.
Días después, aquel mismo hombre se encargaría de limpiar la misma pared. Esta vez en soledad. Mientras en algún punto de las murallas de la aldea ondeaba un pelaje rojizo cual bandera como trofeo. Una cabeza sin más, una de las tantas vidas cobradas a causa del descuido y la curiosidad excesiva.
4 de Febrero, 15 D.Y.
Afueras de la antigua Suna.
Horas del mediodía, clima soleado y caluroso.
Aquello que galantemente otorgaba el nombre a estas tierras desoladas no había cesado nunca. Y es que no había instante en el que los granos de arena no temiesen ser azotados por aquel furioso viento que había sido testigo las catástrofes del pasado y parecía esperar por las futuras. Algunos incluso se atrevían a venerarlo como un Dios, pidiéndole que arrastrase consigo las penurias y el dolor que en los últimos tiempos habían teñido de rojo las dunas.
Pero la realidad era un corriente y frío opuesto. O lo que es más; el único Dios que aparentemente quería inmiscuirse en asuntos de mortales era quien, en un principio, había traído desgracia a aquellas tierras. Y el viento parecía llevarse consigo todo rastro de identidad, todo rastro de civismo, de creencia, cultura y buenas costumbres. Dejando tras de sí a la peor -según a quien preguntes- de las calañas haciendo de las suyas con lo que en otrora resultó ser un magnífico bastión del mundo shinobi.
Entre aquellos callejones se respiraba una paz frágil y momentánea, que había crecido como planta ponzoñosa regada por la sangre de inocentes -y no tan inocentes-. La tensión era tal que andar por sus calles era el equivalente a nadar en un mar de lodo, y la siguiente crisis parecía estar a la vuelta de la esquina, literalmente. Quien no era parte de la criminal normalidad vivía con miedo, asumiendo un papel secundario y sobreviviendo como bien lo había hecho en cada crisis anterior. Algunos mercaderes, posaderos, vagabundos y artesanos podían declararse víctimas inocentes, pero el grueso de la población tenía otros antecedentes.
Y para el resto del mundo aquello era una mancha en cualquier plan a futuro. Todos los bandos que pudiesen pensar más allá del día de mañana tenían algo que opinar sobre lo que ocurría entre aquellas cálidas fronteras. De alguna forma u otra, todos temían que la influencia de los llamados “Yakuza” se decantase hacia el lado contrario al suyo, y de ahí el nacimiento de ciertas iniciativas cuestionables.
En los últimos meses la afluencia de extranjeros había tenido un repunte. Algunos iban de paso sin más, como normalmente ocurría, mientras otros hacían vida entre las dunas con distintos y variopintos motivos. Algunos más convincentes que otros, por fortuna, pues los últimos se encontraban con la horca tarde o temprano. Los rumores corrían hacia todos lados, siendo unos más atractivos que otros. Y como si de tejer una tela de araña se tratase, los interesados debían ir hilo a hilo hasta conseguir el premio gordo. Pero con todo el cuidado que un nido de depredadores merecía. Con intenciones tan distintas como sus personalidades, cada uno debía cuidar sus pasos, trabajar en conjunto o en solitario. Empezar una lucha en silencio o alzar la voz. Las posibilidades eran infinitas, y estaba en manos de cada quien explotarlas.
Por lo pronto, y en las afueras de la aldea, un grupo de extranjeros esperaba para ser víctimas de una suerte de revisión de seguridad previo a entrar. En aquel mediodía particularmente caluroso abundaban las casualidades. Un grupo de mercaderes, por ejemplo, se preparaba para entrar a los dominios de la Yakuza con un permiso especial de estos. Otro grupo de mercenarios se disponía a lo mismo. Formas de entrar abundaban, incluso fuera de las mencionadas, y cada alma aventurera podía elegir la suya.