Riku emergió del bar con manos teñidas de desesperanza, moldeando con una precisión casi cruel la arcilla que pronto tomaría vida. Subió a su creación, y con un batir de alas que parecía burlarse de la tragedia que envolvía la aldea, se alzó sobre las ruinas de Kirigakure. Desde las alturas, veinte metros sobre la tierra moribunda, la vista era un abismo de desolación; la aldea yacía como un cadáver, su esencia arrancada, mientras la paloma, llena de una vida que ya no pertenecía a los kirianos, surcaba un cielo que lloraba la ausencia de todo lo que alguna vez fue.
Desde lo alto, observaría la procesión final de los kirianos, un desfile de almas quebradas que cruzaban el corazón desolado de la aldea, como un río de lamentos que se desbordaba hacia el suroeste, arrastrando con él las últimas luces de vida. No se dirigían al navío que yacía esperando en el muelle; su destino era más oscuro, más profundo. Con pasos arrastrados, cada uno de ellos —niños que aún no comprendían el horror, madres que los sostenían como si así pudieran protegerlos del abismo, ancianos que vertían sus últimas lágrimas al lado de sus nietos— avanzaba todos hacia el borde del muelle. Allí, al final de la madera podrida, el océano los esperaba con los brazos abiertos, un amante frío y sin corazón que les ofrecía el olvido.
Uno a uno, como hojas caídas de un árbol moribundo, se arrojaban al mar. Los cuerpos se deslizaban en silencio, los más cansados se hundían de inmediato, permitiendo que el peso del dolor los arrastrara al fondo, mientras que aquellos con algo de fuerza luchaban contra la corriente, nadando hacia la oscuridad hasta que el cansancio, implacable, los vencía. Entonces, se entregaban al abrazo del mar, permitiendo que la tristeza los llenara de un peso tan profundo que ni el agua podía soportarlo. Era la última marcha de Kirigakure, una despedida de dolor y desesperanza que se sumergía en el olvido, dejando tras de sí solo el eco de los sollozos, los gritos ahogados y el silencio eterno del océano.
Desde su elevado refugio, Riku observaría una escena tan devastadora como confusa: mientras los primeros cuerpos sin vida eran arrastrados hacia la orilla, la tragedia se desplegaba aún más dentro del centro de la aldea. Decenas de figuras encapuchadas en túnicas rojas, como espectros de la desesperación, arrastraban a sus débiles sacrificios —niños, enfermos, ancianos, lo que podían encontrar y someter— hacia los rincones más sombríos de la aldea. Bajo la cruel luz de un sol débil que parecía llorar en silencio, los encapuchados ejecutaban a los inocentes con una frialdad aterradora antes de sucumbir ellos mismos al abismo de la muerte. Un doble sacrificio: Ejecutor y ejecutado de la mano al otro mundo. Una danza de homicidio con un toque de suicidio. Pero solo de unos cuantos encapuchados. Los encapuchados que se negaban de tomar sus propias vidas se encargaban de esparcir papeles blancos adornados con rosas rojas, como crueles epitafios, mientras las calles se llenaban de estos fragmentos manchados de dolor, un testimonio de la última desesperanza y la belleza perdida en el abrazo implacable de la tragedia.
Los papeles con la rosa roja, que Riku había visto flotando en el aire y arrastrados por el viento, eran los mismos que llevaban los desafortunados en su último desfile hacia el muelle. Entre ellos, se encontraba un anciano conocido por Teh, su rostro un mapa de años y penas, ahora transformado en una visión desgarradora de la desesperanza que se cernía sobre la aldea.
En un silencio solemne, el anciano y su asistente avanzaban hacia el muelle, rodeados por el lamento colectivo. De repente, un rostro familiar emergió del grupo. Teh, con la prisa marcada por la urgencia, se acercó a ellos. El asistente se detuvo en seco para permitir que la conversación se desarrollara. El anciano reconoció a Teh a pesar de su avanzada edad. "
Jovencita... Qué alegría y tristeza volver a verla en estas circunstancias, que nuestros caminos se crucen nuevamente en el fin del mundo." Con un gesto de resignación, el anciano se volvió hacia su asistente, quien entendió la señal, dejó la silla de ruedas, besó la frente del anciano y se unió al desfile.
El anciano se volvió hacia Teh, y por un breve momento, una leve sonrisa apareció en sus labios. Teh se inclinó, tomando suavemente una de sus manos.
De repente, Sayuri irrumpió en el desfile, deteniéndose junto al asistente que ahora comenzaba a marcharse. Ambos, el anciano y el asistente, llevaban una hoja blanca con la imagen de una rosa roja. Sayuri, con una mezcla de preocupación y determinación, preguntó:
—¿A dónde se dirigen?- El hombre en silla de ruedas la miró con confusión. ¿Acaso ella no entendía el motivo del desfile? Sayuri continuó:
—
Encontré estas mismas hojas en varios lugares. — Mostró su propio papel con la rosa roja. —
¿De dónde las obtuvieron, alguien se los dio?
El anciano, dándose cuenta de que Sayuri no comprendía la gravedad de la situación, sintió un profundo dolor en su pecho. Con tristeza en la voz, respondió:
—Mi niña... lo siento.
Mientras el desfile de personas se alejaba, dejando tras de sí una estela de desesperanza, el anciano miró a Teh y Sayuri con una tristeza profunda en sus ojos. Con un suspiro pesado, les dijo: —
Mis niñas, el culto... Lamentatio. — Tomó la hoja con la rosa roja y la extendió para que la vieran. —
Llevan semanas secuestrando personas y sacrificándolas para detener el fin del mundo. Dicen que una voz les dio las instrucciones. Patrañas.
Con un gesto decidido, rasgó la hoja en dos. —
Han dejado estas por todas partes. — Sus ojos reflejaban una tristeza abrumadora mientras observaba a las dos jóvenes, tan llenas de vida. Luego miró hacia el barco que todos los desfilantes ignoraban. —
Este es el último barco del muelle.
En ese momento, Teh, con nerviosismo y esperanza, susurró: —
No estoy segura de lo que haré. Pero si alguno quiere venir, es bienvenido. - Tomó al anciano por la silla y se acercó al barco señalado. Sin embargo, el viejo puso el freno en su silla, deteniéndolos.
—
No, mi niña, no entiendes. — Dijo el anciano con voz temblorosa. —
Ese navío es mío. Vinimos al este para salvar a todos los que pudiéramos y para evitar que nos lo robaran, diseñamos el barco para que solo pudiera encenderse con dos llaves pero se llevaron a nuestro capitán. — Sacó una llave del collar que llevaba al cuello. —
Pero la otra la tenía Jako.
El anciano comenzó a toser, el dolor era evidente.
—
Estoy bien, perdón. Pero sin la llave que falta, es imposible encenderlo. Hemos intentado por días. Cada vez perdemos más por Lamentatio. Ya ni se molestan en esconderse. No sé si Jako sigue vivo o si la llave sigue en su cuerpo. Pero de ser así...
Con dificultad, el anciano quitó el freno de su silla y comenzó a girarla, señalando hacia el este.
—Dicen que Lamentatio se encuentra en el muelle este, en "El Lamento".
En ese momento…
Hana se aferró a Issei con desesperación, sus lágrimas cayendo como un río imparable que se mezclaba con la sangre en el suelo, un río que arrastraba su alma con cada sollozo desgarrador. La mano endurecida de Issei, ajada y curtida por la batalla, se posó en su espalda de manera torpe, tratando de ofrecer un consuelo que ambos sabían era insuficiente. Por un instante, el peso de los años de odio y rencor se desvaneció, como si la gravedad misma se hubiese rendido ante la magnitud de su dolor compartido. En ese contacto efímero, se quebraron los recuerdos de las innumerables heridas que se habían infligido mutuamente, como espejos rotos que reflejaban solo las sombras de lo que alguna vez fueron. Con un hilo de voz que ocultaba un mar de tormentas, le preguntó si sabía dónde se los habían llevado, prometiéndole, con una determinación que casi le ahogaba, que iría por ellos y que no descansaría hasta verlos a salvo, lejos de ese lugar que se había convertido en su infierno.
Hana, ahogada en su propio llanto, le respondió que no lo sabía, pero recordó con un destello de dolor la advertencia que Lee le había hecho antes de morir: no acercarse a la costa este de Kiri, al puerto "El Lamento", un nombre que ahora parecía hecho para albergar todo el sufrimiento que cargaban. Ese puerto, una cicatriz en el paisaje de la ciudad, alguna vez vivo y lleno de promesas, se había convertido en un cementerio de sueños, repleto de fábricas y bodegas que encerraban tanto humo como desesperanza. Issei, con la urgencia de quien se enfrenta a un abismo, desenvainó un Tanto y lo colocó en las manos temblorosas de Hana, sellando su promesa de llevarlos a un lugar seguro antes de lanzarse a la búsqueda. Mientras lo hacía, el peso de las absurdas peleas entre rebeldes e imperiales se apoderó de Hana, un peso que aplastaba su espíritu, pues ahora veía con claridad que todo ese odio no era más que una cadena de sufrimiento que ellos mismos habían forjado, eslabón por eslabón, en cada disputa, en cada palabra venenosa que ahora resonaba vacía en sus corazones desangrados.
En ese entonces, desde su casa escucharía un grito proveniente de afuera, un eco distante que se entrelazaba con los sollozos de su esposa y el silencio aplastante de la habitación. Era un clamor lleno de pavor, una llamada desesperada que parecía nacer desde lo más profundo del miedo colectivo. Afuera en la calle, cada palabra que llegaba a los oídos de aquellos caminantes era una herida abierta, un recordatorio cruel de que la tragedia no se limitaba a su pequeño círculo, sino que se extendía como una plaga a cada rincón de la ciudad, infectando a todos con la desesperanza.
Saito, en un arrebato de desesperación, liberó un enorme yokai nacido de la ira y el dolor de miles de espíritus. Su presencia impuso un silencio temeroso en la multitud, y aunque sus palabras resonaron con una furia desgarradora, el dolor que las acompañaba no pasó desapercibido. La gente, sin embargo, ya había tomado su decisión. Podían sentir la desesperación en su voz, pero la sombra de la muerte ya había echado raíces profundas en sus corazones.
Poco a poco, comenzaron a arrojarse por el muelle principal, buscando cualquier rincón desde donde pudieran lanzarse al abismo. La determinación en sus ojos era aterradora, una aceptación sombría de que sus vidas, como el imperio al que pertenecían, estaban llegando a su fin. Estaban al suroeste de todo Kiri, en el rincón más alejado de la ciudad, y también en el último capítulo de sus vidas. No había gritos de terror, solo el sonido apagado de cuerpos cayendo al agua, cada uno entregándose a la oscuridad con una mezcla de resignación y alivio.
Y hablando de lamento…
A cuatro cuadras al norte, en el centro comercial, el grupo de cinco encapuchados finalmente entraban en el edificio, arrastrando con ellos a cinco prisioneros: dos niños y tres ancianos. Desde las alturas, Riku podría también esta escena con creciente inquietud. Aunque no lo que pasara dentro.
Shermie, hace poco inmersa en la frivolidad de sus adquisiciones extravagantes, transitaba con desdén por el silencioso y abandonado centro comercial, sumida en un mundo de lujo superficial. Sus manos ahora juguetean con un juguete de silicona, como si fuera un amuleto de su propia frivolidad. Desde su elevada posición ha dado a conocer su existencia al grupo de encapuchados que avanza con una determinación inquietante, arrastrando a sus prisioneros —dos niños y tres ancianos— en una cadena de desesperanza palpable. El grupo, implacable y sombrío, la mira. Saben que el campo de batalla no admite intrusos; los encapuchados se preparan para enfrentar cualquier desafío con la certeza de que el que no profese su fe en el lamento es un enemigo a erradicar.
Para uno de los ancianos secuestrados, el avistamiento de Shermie es un rayo de esperanza en medio de la oscuridad. En su desesperación, imagina que tal vez ella es la salvadora que podría liberarles de su destino horrendo. Sin embargo, esa chispa de esperanza se desvanece cruelmente al darse cuenta de la indiferencia de Shermie, cuya atención está tan apartada de la tragedia que la rodea. Mientras los encapuchados se preparan para la ofensiva, una voz etérea, inaudible para todos menos para ellos, reverbera en sus mentes. Se les nota con dolor. Se sujetan las cabezas. No es algo sencillo ser testigos de aquella revelación.
“
Pero señor... ella...” - murmura uno, solo para ser interrumpido por un tono severo.
“Claro que no, su divinidad, jamás podríamos...” dice otro, pero la voz, imperiosa e inflexible, corta sus dudas. Un tercer encapuchado, con un movimiento preciso, se mueve hacia adelante. De sus ropajes extrae el arma. Una patada y el anciano cae de rodillas, sin quitar la mirada a la chica. El encapuchado tiembla un poco ¿Miedo? ¿Emoción? Su movimiento es rápido. Desliza su daga por el cuello de uno de los ancianos, y la sangre brota en un rojo vívido y liberador.
“Jamás dudaremos de ti,” afirma con solemnidad, mientras el cuerpo del anciano cae inerte al suelo. La voz se desvaneció, dejando a los encapuchados en un estado de reverencia tensa. Se miran entre ellos. Se murmuran cosas. Los demás "sacrificios" gritan y tratan de huir pero están encadenados. Sin perder un momento, uno de ellos se vuelve hacia Shermie desde el primer piso y le grita con una mezcla de furia y devoción:
“¡Bienvenida a ‘Lamentatio’!”
Otro, con los ojos llenos de intensidad, continúa:
—“
¿También has escuchado la voz, oh elegida? ¿Te ha guiado hacia el camino del lamento?”
Y, finalmente, un tercero pregunta, casi con reverencia:
—“¿Eres una Expiatoria o una Sempiterna?”
Resumen
- Riku emerge del bar con manos teñidas, moldeando la arcilla con precisión cruel.
- Se eleva sobre las ruinas de Kirigakure en una paloma, observando la desolación desde veinte metros de altura.
- La aldea yace como un cadáver; la paloma surca un cielo lloroso.
- Los kirianos en lamento avanzan hacia el muelle, abandonando la aldea y arrojándose al mar en una marcha silenciosa.
- En la aldea, figuras encapuchadas arrastran a sus sacrificios hacia rincones sombríos, ejecutándolos fríamente.
- Las calles se llenan de papeles con rosas rojas, testimonios de desesperanza.
- Un anciano conocido por Teh se encuentra con ella y le informa sobre el culto Lamentatio, que sacrifica personas para detener el fin del mundo.
- El anciano revela que el último barco en el muelle no puede zarpar sin una segunda llave, que está en poder de Jako.
- Teh y Sayuri son guiadas hacia el muelle este, "El Lamento".
- Hana llora desesperada, buscando información sobre el paradero de otros.
- Issei se prepara para buscar a los desaparecidos y le deja un tanto a Hana.
- Saito libera un yokai de ira y dolor, pero la gente ya ha decidido entregarse a la desesperanza.
- En el centro comercial, Shermie observa a un grupo de encapuchados con prisioneros.
- Los encapuchados, ignorando a Shermie, se preparan para sacrificar a los prisioneros mientras se enfrentan a la voz inaudible que guía sus acciones.
- Un anciano secuestrado ve a Shermie como una posible salvadora, pero su esperanza se desvanece cuando ella permanece indiferente.
- Un encapuchado sacrifica a un anciano en presencia de Shermie y otros encapuchados.
- Los encapuchados la reciben con furia y devoción, preguntándole si ha escuchado la voz y si es una Expiatoria o una Sempiterna.
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