El cementerio de Kirigakure se extendía en un silencio eterno, un vasto campo de piedra y vegetación sombría que parecía guardar los secretos y susurros de generaciones pasadas. Las lápidas de piedra grisácea se alzaban como testigos silenciosos, cada una marcando el lugar final de un alma que alguna vez había caminado por las calles de la aldea. Musgos y líquenes se aferraban a las superficies, ofreciendo un tapiz de verde que contrastaba con la sobriedad del entorno, todo ello envuelto en una espesa niebla que lo cubría por completo.
Los senderos serpenteantes de grava crujían bajo los pasos, guiando a los visitantes entre las filas de cientos de tumbas en un laberinto ordenado. Aquí y allá, árboles ancianos extendían sus ramas retorcidas, proyectando sombras danzantes y añadiendo una sensación de melancolía al lugar. El susurro constante del viento entre las hojas y el ocasional canto de un cuervo eran los únicos sonidos que rompían el silencio sepulcral.
En ciertos rincones, pequeños altares con incienso encendido y ofrendas florales emergían misteriosamente de la espesa niebla, evidenciando que, aunque este era un lugar de muerte, también era un espacio de recuerdo y respeto. La luz del sol, apenas perceptible, se filtraba tenuemente a través de las nubes grises, proyectando destellos intermitentes. Este juego de luces y sombras daba la impresión de que el cementerio respiraba con vida propia, creando un ambiente etéreo.
En este tranquilo santuario de recuerdo y reflexión, Issei se encontraba sumido en sus pensamientos mientras sus ojos se posaban sobre las antiguas inscripciones, cada una contando una historia silenciosa de aquellos que habían pasado antes que él. Sin embargo, sus pasos decididos evidenciaban que no estaba allí simplemente para pasear, sino que tenía un rumbo claro.
Ese día del calendario era especialmente difícil para el shinobi de cristal, sumiéndolo en un estado de profunda tristeza e impotencia que arrastraba desde hacía años, una carga que el tiempo no había logrado aliviar por completo. Aunque habían transcurrido más de 20 años desde aquel fatídico evento, el tiempo no había logrado cerrar por completo esa herida. Él entendía que ese sentimiento de culpa era su castigo personal, uno que debía enfrentar y aceptar. Era consciente de que su actual fortaleza se cimentaba en gran parte por esa experiencia; por lo tanto, intentar relegarla al olvido sería inútil.
Se dirigió con paso firme hacia una lápida en particular, donde el nombre "Sota" estaba grabado con delicadeza en la piedra. La lápida, claramente marcada por el paso de los años, mostraba signos evidentes de abandono: cubierta de musgo, manchada por la lluvia ácida y el polvo acumulado. Las inscripciones, aunque aún legibles, habían perdido parte de su nitidez debido al tiempo y la falta de cuidado.
Con manos respetuosas y meticulosidad, comenzó a limpiar la lápida, retirando con cuidado el musgo y la suciedad que la cubría. Cada gesto estaba lleno de reverencia y respeto, como si estuviera tratando de devolverle un poco de dignidad al lugar de descanso final de aquella persona.
Una vez que la lápida estuvo limpia, con un gesto lleno de solemnidad, desenfundó su katana y se arrodilló frente a la tumba. Inclinó su cabeza en una reverencia profunda y respetuosa. En ese instante, sus ojos, generalmente firmes y determinados, se nublaron con un velo de dolor y culpa. Aunque él siempre mostraba al mundo un exterior implacable y fuerte, este acto sencillo revelaba que en su corazón aún quedaba humanidad. Era una carga que había llevado durante décadas, y que, a pesar de los años transcurridos, seguía marcando profundamente su alma.