Aguas Sagradas, Bosques Antiguos y Glaciares Eternos: Enseñanzas de Senjutsu
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Habían transcurrido ya incontables lunas desde aquel momento decisivo en el que crucé el umbral de aquella imponente caverna de hielo, un santuario oculto donde se selló un pacto ancestral con los majestuosos osos. En aquel reino de eterno invierno, no solo encontré mi destino, sino también a Kaizur, una criatura que, a pesar de medir apenas poco más de un metro en aquel entonces, pronto se convertiría en mi más leal compañero de vida y en mi sabio consejero en los misteriosos lazos que ahora me unían a las bestias con las cuales habia hecho el pacto. Fue Kaizur, con su espíritu indomable y su corazón valiente, quien me instó a emprender aquel viaje hacia las tierras olvidadas, un reino de hielo y nieve que había permanecido oculto a los ojos de los humanos durante siglos. Aquellas tierras, inhóspitas y salvajes, actuaban como una barrera natural contra aquellos que no eran bienvenidos, pues solo unos pocos valientes o insensatos se atreverían a enfrentar sus desafíos.

Y fue allí, en medio de la soledad de aquel paisaje congelado y bajo el inmenso cielo estrellado, donde mi transformación se completó. Ya no era simplemente un miembro más entre ellos; me había convertido en su líder, la matriarca de los osos, elegida para guiarlos en la preservación del equilibrio y el orden de la naturaleza que nos envolvía. Mi alma, entrelazada con la de las bestias y el hielo eterno, había encontrado su verdadero propósito y su hogar junto con estos peludos animales.

El tiempo había tejido su manto alrededor de mi existencia en este reino salvaje, tanto, que las habilidades innatas de estas nobles bestias habían comenzado a impregnarse en mi ser. Entre ellas, una capacidad que podría considerarse macabra para el común de los mortales: el agudo sentido del olfato, afinado no para las fragancias de la naturaleza, sino para el aroma más primal y visceral, la sangre. Ese líquido carmesí y tibio que recorre las venas de casi todos los seres vivos se había convertido en una señal inequívoca para mí, un faro que guiaba mi caza hacia la presa ya marcada por el destino. Esta habilidad, aunque parezca extraída de los relatos más oscuros, se había ido forjando en mí con el transcurso de los días, una manifestación de la simbiosis entre mi espíritu y el de las criaturas que me rodeaban. No era un don que hubiera surgido de la nada. Desde el momento en que crucé el umbral de este mundo, me había entregado con fervor al aprendizaje del arte de la lucha que estas criaturas estaban dispuestas a enseñar. Su conocimiento, vasto y profundo, era un tesoro que se desplegaba ante mí, lleno de misterios y poderes ancestrales.

Ahora, convertida en su maestra y guía, el horizonte de mi aprendizaje se expandía sin límites. Cada día era una nueva oportunidad para explorar las profundidades de este arte marcial, una danza entre la vida y la muerte, entre el cazador y la presa. Mi transformación no solo había sido física, sino espiritual, y con cada amanecer, me adentraba más en el corazón de este mundo salvaje, convirtiéndome en una con él y sus antiguas tradiciones.
Pasivas
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Me hallaba inmersa en uno de los innumerables y fascinantes ecosistemas que este santuario de la existencia misma extendía como una alfombra de bienvenida a aquellos afortunados que buscaban un refugio para relajarse y perfeccionar el arte y los jutsus que este lugar sagrado albergaba. Era un recordatorio constante de que, en este dominio tan vasto como maravilloso, se desplegaban diversos ambientes, cada uno diseñado para satisfacer los gustos y necesidades de sus visitantes, permitiéndoles elegir su propio paraíso personal.

Personalmente, me sentía atraída, casi de manera magnética, hacia el rincón más gélido de este mosaico de hábitats. Aunque también se ofrecían paisajes cálidos y áridos, así como zonas más templadas adornadas con bosques exuberantes que se veían atravesados por cristalinos afluentes, mi espíritu siempre me guiaba hacia el frío. Estos ríos serpenteantes encontraban su confluencia en un punto central, situado en la cima de un imponente risco, el cual era coronado por la majestuosa presencia de una enorme catarata.

Y era allí, en la cúspide de este espectáculo natural, donde residía el Gran Rey de los ursidos, el Oso Negro. Su figura imponente se erigía como un guardián ancestral de estos dominios, un símbolo de la fuerza y la sabiduría que emanaban de este lugar sagrado. Su presencia infundía respeto y admiración, recordándonos la profunda conexión que existe entre la naturaleza y los antiguos artes que aquí se practicaban. En este entorno, donde el tiempo parecía detenerse, cada elemento, desde el más suave susurro del viento hasta el rugido del agua cayendo, hablaba de un mundo donde el espíritu y la materia se entrelazaban en una danza eterna.

El suelo comenzó a vibrar con un ritmo constante y profundo, un presagio familiar que anunciaba su llegada. Era Kaizur, cuya imponente estatura, fruto de meses de crecimiento y entrenamiento, se hacía cada vez más enorme. Con cada paso que daba, su presencia llenaba el aire, un gigante amistoso que venía a compartir su tiempo y sabiduría conmigo.

-Mi señora Yuki, el Rey de estas tierras la convoca. Ha llegado su momento- anunció con su voz grave, que resonaba con autoridad. Sus palabras, aunque escuetas, eran precisas y cargadas de significado. 
-Por supuesto, Kaizur, agradezco tu aviso. ¿Permanecerás aquí o me acompañarás en esta nueva aventura?- pregunté, esperanzada de no enfrentar sola lo que estaba por venir. El majestuoso oso de pelaje blanco inclinó su pata delantera, ofreciéndome un ascenso. 
-La llevaré, mi señora. Sin embargo, esta es una prueba que debe afrontar por su cuenta. No se parecerá a nada de lo que ha experimentado hasta ahora, pero estará en buena compañía- explicó, su voz impregnada de un misterio que agudizaba mi curiosidad.
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