La incertidumbre de no ver a mi rival, ni que ella me viera a mí, flotaba en el aire como una densa niebla de dudas. ¿Sería esta invisibilidad mutua una ventaja para ella o para mí? Era difícil determinarlo con certeza, pero al menos había conseguido algo crucial: tiempo. Tiempo para respirar, para pensar, y más importante aún, para planear mi siguiente jugada. Mientras tanto, mi cuerpo se movía casi por instinto. Mis pies me llevaron rápidamente hacia la izquierda, cubriendo una distancia de siete metros hasta llegar justo al límite de mi prisión helada. Mis brazos y manos no se quedaban atrás. Mientras corría, comenzaban a trazar en el aire sellos demano, esos gestos mágicos heredados de generaciones de guerreros de hielo.
Y entonces, como si respondieran a la llamada de un director de orquesta, los muros internos de mi prisión de hielo empezaron a transformarse. Desde su superficie lisa y fría, comenzaron a emerger espejos cristalinos. No eran simples fragmentos de hielo, sino superficies pulidas y perfectas, cuyas caras reflectantes se orientaban hacia el interior del domo.
El escenario que había conjurado con el último aliento de mi chakra se tambaleaba al borde de la destrucción. El gran domo de hielo, una fortaleza que había erigido con meticulosa precisión y poder, estaba a punto de sucumbir. Sabía que bastaría un simple golpe de aquella kunoichi, armada con su formidable martillo, para hacer añicos mi creación helada. Sin embargo, a pesar de la fragilidad inminente del domo, la prisión de espejos que había construido dentro de él aún se mantenía en pie, aunque no completamente intacta. El impacto del martillo había sido brutal, un golpe que resonó con la fuerza de un trueno atronador, liberando una cascada de fragmentos de hielo que danzaban en el aire como cristales rotos bajo la luz de la luna. De los veintiún espejos que había formado, uno había sucumbido bajo la furia de aquel ataque, dejando tras de sí un vacío donde antes se reflejaba una imagen mía.
Ulti, al adentrarse con ímpetu en mi trampa, se encontró de repente con un enjambre de reflejos. Veinte réplicas exactas de mí se multiplicaban en los espejos restantes, cada una capturando un ángulo diferente, cada una con una expresión calculada para confundir y desorientar. La luz se fragmentaba y jugaba entre las superficies reflectantes, creando un laberinto visual donde la realidad se entrelazaba con la ilusión.
-Bienvenida, Ulti, ¿querías una esposa o veinte?- Las palabras resonaban en el aire, pronunciadas al unísono por cada una de mis réplicas, mientras se deslizaban con gracia de espejo en espejo.
-¿Crees poder atrapar por lo menos a una de nosotras?- continué, mi voz multiplicándose en el espacio cerrado, rebotando en las paredes de hielo y cristal. Aunque mis palabras llevaban un tono de mofa.
Mientras Ulti se concentraba en el desfile de imágenes que se movían de un lado a otro, yo corría a través de los espejos. En mis manos, una nueva capa de hielo comenzaba a formarse, pero esta vez era diferente; más fina, más afilada, casi como una segunda piel de escarcha que se adhería a mis dedos, preparándolos para el ataque decisivo.
Había calculado cada paso, cada respiración, hasta que finalmente tomé la posición deseada. En un movimiento fluido y silencioso, emergí de mi escondite justo detrás de ella. La sorpresa estaba de mi lado, y con la precisión de un depredador, lancé una estocada rápida y poderosa hacia una de sus piernas. La punta de hielo, afilada y fría, buscaba inmovilizarla, clavarse en su músculo y detener su avance si lograba alcanzarla.