[Pasado] - El Monje Joven y El Niño Errante.
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Año 55 A.K. Primavera.
Reino del Marfil. Monte Mushabari. Pico de los Hakkyo. Templo Takayanagi.
05:06 A.M.


El día en que cumplí quince años y me convertí en un monje Hakkyo fue también el día en que mi padre, Yoshisada Kumetoshi, asumió el mando del templo Takayanagi, consagrándose como el cuadragésimo segundo Maestro Hakkyokuseiken. En aquel entonces, yo no poseía la madurez como para comprenderme a mí mismo. De igual forma, entender a mi padre estaba fuera de mi alcance. Años más tarde, el maestro Tsunematsu definiría mi situación diciendo: "... el mono que aún no conoce el sabor del vino observa a su padre beber las ofrendas de la tropa...". Así, en las primeras primaveras del joven Reino del Marfil, sentimientos que me tomó años reconocer y aún más años admitir se manifestaban en las acciones rebeldes de un cuerpo inexperto cuyo desarrollo no era capaz de seguir la frágil mente que lo controlaba.
Tres amaneceres antes, me había dispuesto a comenzar mi escalada hasta la saliente sobre la cual se erigía el templo, hazaña para la cual, como era tradición entre los aspirantes a monje, me había preparado solo. Mi entrenamiento no iba más allá de lo que mi bisoña mente podía imaginar. Se trataba de lo que yo consideraba largas maratones, algunas pruebas de fuerza y varias de resistencia. Llevaba a cabo aquel cronograma día tras día y me alimentaba casi únicamente de proteína, o al menos eso creía, pues mi madre, en secreto y superándome en todas las formas de inteligencia conocidas, se aseguraba de que mi dieta fuera balanceada, sabiendo que así tendría muchas mejores probabilidades de llegar hasta el templo que comiendo únicamente carne, como yo le había pedido.
Aquella escalada no la haría solo pues Kimioki, quien había sido mi mejor amigo desde que tenía memoria, había insistido en acompañarme.
—La verdad es que no le veo la gracia a ser monje. —me dijo entre jadeos unas dos horas después de que nuestro ascenso hubiera comenzado. —Quiero decir, no puedes dejar el templo, ¿verdad? No te dejan bajar de la montaña... ¡No nos verás ni a tu madre ni a mí durante años! ¿No has pensado en eso?
—No lo he pensado. —contesté mientras intentaba estirar mi brazo hasta la roca más cercana, forzando los límites de mis ligamentos.
—¡Y además controlan tu dieta! ¡Ya no podrás comer los estofados de la señora Miyazuchi, o probar la comida durante la feria de otoño!
—Sí, los monjes no asisten a la feria de otoño.
—¡Yo jamás podría privarme de esas cosas! Ser monje no es para mí...
—Tienes razón. —pensé a medida que me impulsaba hacia arriba. —Siento que extrañaré la comida de la feria.
—¡Di que extrañarás a tu madre!
—Es que mamá ha estado preparada para este día desde que yo nací. No creo que le afecte mucho.
—En el monasterio solo hay hombres, ¿sabes?
—A eso sí le he estado dando vueltas. Dicen que los monjes hacen la vista gorda si saben que bajas por temas de mujeres.
—Bueno, tú eres la viva prueba de eso. Aunque no creo que para cuando bajes quede ninguna mujer esperándote.
—¿A qué te refieres?
—¡A que ya estarán todas loquitas por mí! —Kimioki dejó escapar una estruendosa carcajada.
—En vez de pensar en todas, deberías preocuparte por que al menos una voltee a mirarte dos veces.
—¡Desgraciado! ¡Lo dices como si tú lo tuvieras diferente!
—¿Eh? Yo ya lo he hecho.
—No digas tonterías, que te estás avergonzando.
—No es mentira, yo ya lo he hecho.
—¿Ah sí? —preguntó mi amigo, desconfiado. —¿Cuándo? ¿Con quién?
—Con Yameda, hace un par de meses.
—¿Tú eres tonto?
—¿Por qué lo dices?
—La familia de Yameda se marchó al País del Viento hace un año.
—No, me refiero a la otra Yameda.
—No hay otra Yamada, deja de inventarte historias.
—Yamada Queestuvieja.
Tras aquella pequeña broma, Kimioki, que venía por delante de mí en la escalada, intentó patearme y forzarme a perder el agarre, pero su pie resbaló y cayó unos metros hacia abajo, golpeándose contra una saliente.
—¡Kimioki! ¿Estás bien? ¡No te mueras, Yameda se pondría muy triste! —grité, manteniendo la seriedad, a pesar de que por dentro reventaba de risa.
—Estoy... estoy bien... —respondió él, con voz entrecortada. — Es solo un rasguño.
Por supuesto que mi amigo, quien me superaba en proeza física a pesar de mi mucho más riguroso entrenamiento, no tuvo problema en estabilizarse y retomar la escalada, y al cabo de unos minutos, quizá gracias a su natural destreza o impulsado por su orgullo, ya me había rebasado una vez más.
—Apuesto a que hay hombres incluso dentro del monasterio que envidiarían tu capacidad física.
—¡Algunos nacemos con estrellas, Jun! —rió mi amigo. —¡Ah! Eso me recuerda que tengo que darte buenas noticias.
—¿Hmm?
—¡Me voy de viaje! Pienso buscar trabajo en el País del Fuego.
—¿Te vas?
—Sí, tú ya no estarás en el pueblo y no quiero seguir dependiendo de tu madre. Iré a la tierra más próspera de todas, al país del Valle del Fin, a hacerme un futuro.
A pesar de que no podía ver su rostro, sabía que la radiante y confiada sonrisa de Kimioki se le dibujaba de oreja a oreja, como tantas veces lo había hecho.
—Viajar fuera del Reino. Suena como una de las aventuras que pretendíamos tener de niños.
—Lástima que alguien decidió dedicarse al monasterio. Lo siento, Jun, ¡tendré que gozar de la vida de aventurero sin ti! —una vez más, Kimioki dejó escapar una de sus grandes risotadas y yo no pude más que sonreir con nostalgía.
—Quién sabe. —dije. —Puede que algún día me aparezca en tu puerta con el título de Maestro Hakkyokuseiken en las manos y podamos salir de aventura como dios manda.
Kimioki permaneció callado unos instantes y luego respondió con entusiasmo:
—¡Sí, no estaría mal!
Unas horas más tarde, mi amigo se despidió y comenzó a descender hasta el poblado. Aun no habíamos llegado al templo, pero más allá de aquel punto solo los aspirantes a monje eran permitidos.
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