Cada inhalación se transformaba en una delicada nube de vapor ante mis labios, mientras el aire gélido se colaba en mis pulmones, incendiándolos con su fría caricia. Mis manos, aunque resguardadas bajo la protección de gruesos guantes, comenzaban a perder su calor, sumiéndose en un lento entumecimiento que amenazaba con apoderarse también de mis pies. 'Cualquiera que no comparta mi sangre encontraría insuperables las adversidades de este paraje...', reflexioné. La nieve, caprichosa en su profundidad, me llegaba hasta las rodillas en algunos tramos, convirtiendo cada paso en una lucha titánica, como si las mismísimas montañas conjurasen contra mi avance, intentando disuadirme de proseguir. Sin embargo, en mi interior ardía una llama indomable, un fuego sagrado alimentado por la promesa de lo que aguardaba en el templo. Relatos de una sabiduría ancestral, de una paz y comprensión que trascendían lo imaginable en nuestro convulso mundo. Anhelaba esa serenidad, esa claridad espiritual, para colmar un vacío que, silencioso pero voraz, había crecido en mi interior a lo largo de los años.
A medida que el sol iniciaba su lento descenso hacia el horizonte, la jornada se tornaba cada vez más exigente. El cielo, un lienzo majestuoso, se vestía de tonalidades rosadas y naranjas, pintando un espectáculo de belleza inigualable pero cargado de presagios. Aquellos colores, tan hermosos como ominosos, servían de recordatorio cruel de que el tiempo jugaba en mi contra. La noche en las montañas se cernía implacable, una oscuridad voraz que no perdonaba a los incautos, y la incertidumbre sobre mi capacidad para sobrevivirla al aire libre comenzaba a carcomer mi determinación.
En ese momento, casi como si fuera un secreto susurrado por el viento, el sonido de una campana llegó a mis oídos. Era un sonido tan puro y cristalino, que parecía desafiar la realidad de mi solitaria existencia en las vastas montañas. Alzando la mirada, entre el velo del crepúsculo, divisé a lo lejos la silueta imponente de un templo. Se erguía majestuoso, delineado contra el cielo que se teñía de los últimos destellos del día, como si las propias montañas se hubieran apartado para desvelar su presencia ante mí. En ese instante, una oleada de energía renovada inundó mi ser. Los últimos rayos del sol, ahora teñidos de un rojo ardiente, parecían trazar un camino dorado hacia mi destino. Mis pasos, antes pesados y vacilantes, se tornaron ágiles y decididos, casi flotando sobre la nieve que ya no se sentía tan espesa bajo mis pies. A medida que la oscuridad comenzaba a tejer su manto sobre el mundo, la visión del templo, ahora bañado en la luz cálida de antorchas que danzaban al ritmo del viento, se convirtió en mi faro en la inmensidad de la noche.
Al traspasar el umbral del templo, una oleada de calor me recibió, envolviéndome en un abrazo tan cálido y reconfortante como el de un viejo amigo. Mis ojos, aún acostumbrándose a la penumbra del interior, se maravillaron ante la vista que se desplegaba ante mí. Las paredes, testigos silenciosos de incontables amaneceres y ocasos, estaban adornadas con tapices de colores vibrantes que tejían historias de eras olvidadas.
Al franquear el umbral, una voz resonó en el vacío, fría y penetrante como el hielo que lo envolvía todo. -Sayuri Yuki, hija y guardiana del elemento que nos circunda, el hyoton. Has emprendido el viaje en busca de profundizar tu vínculo con nuestra estirpe, los osos. No obstante, antes de que puedas avanzar, es imperativo que demuestres tu valía a través de unos desafíos. La primera, la Prueba de la Resistencia, ya la has superado con tu arribo a este lugar. La segunda, sin embargo, demandará de ti un uso más intensivo de tu caracter en lugar de tu fuerza física.-
En un instante, la voz que había sido mi guía comenzó a disminuir su intensidad, desvaneciéndose gradualmente hasta perderse en las sombras de un pasillo interminable, escasamente iluminado por la luz titilante de algunas antorchas dispuestas a lo largo de su recorrido.
Con una determinación forjada en el corazón, me adentré en la dirección que creía la voz me había señalado. Habían transcurrido ya varios minutos desde que su eco dejó de acompañarme, dejándome a solas con el silencio y la incertidumbre de lo que me esperaba. Los pasillos se entrelazaban y se dividían en múltiples direcciones, como un laberinto diseñado para confundir o revelar. Y entonces, casi sin advertirlo, me encontré rodeada de espejos.
A primera vista, estos espejos parecían meras superficies reflectantes, pero al observarlos con mayor atención, comprendí que eran mucho más que eso: eran ventanas al alma, a mi alma. A medida que avanzaba, los espejos dejaron de limitarse a reflejar mi silueta para comenzar a mostrar fragmentos de mi pasado.
Uno de los espejos capturó mi atención de manera especial, pues en él se desplegaban escenas de mi infancia, pintadas con los colores vivos de la alegría y la inocencia. Me vi a mí misma, una niña cuyo rostro irradiaba felicidad, corriendo sin ataduras por los campos helados de mi hogar ancestral. No muy lejos, dos figuras se delineaban con claridad en mi memoria, eran mis padres, observando con ternura cómo su pequeña se deleitaba en aquellos momentos efímeros de pura felicidad. Sin embargo, la narrativa de los espejos no se detuvo allí. Otros reflejos me llevaron por un camino de introspección más sombrío, mostrándome aquellos momentos de dudas y miedos que habían poblado mis noches en vela. Me vi a mí misma, sumida en la incertidumbre, preguntándome si sería capaz de reunir la fortaleza necesaria para alcanzar las expectativas que yo misma había sembrado en mi ser. Era imperativo que encontrara a mis viejos, una misión que yo misma me había impuesto como un faro en la oscuridad. Finalmente, los espejos adoptaron una tonalidad más oscura, casi como si se prepararan para revelar los capítulos más dolorosos de mi historia. Comenzaron a reflejar las pérdidas que había sufrido a lo largo de mi vida, y como era de esperar, mis padres ocupaban un lugar preponderante en esta última secuencia. Estos momentos, cargados de tristeza y despedida, habían sido los artífices que me moldearon, forjándome en la persona que soy hoy día.
Pero mi viaje introspectivo aún no había concluido; restaba un espejo por descubrir, y este, al posar mis ojos sobre él, se erigía imponente, notablemente más grande que los demás. El reflejo que me devolvía era de una nitidez abrumadora, más real de lo que jamás hubiera imaginado. En ese instante, el espejo comenzó a vibrar con una suavidad inquietante, y de su esencia emergería una voz profunda y resonante, que llenaba el espacio sagrado con su presencia.
-Sayuri, heredera del clan Yuki-, comenzó el espejo, su voz era como el viento que susurra secretos entre los pasillos eternamente congelados. -Has recorrido los pasillos de tu pasado, enfrentando cada reflejo con valentía y un corazón abierto. Pero, ¿estás lista para aceptar tu verdadera esencia, tu destino ineludible?-
Escuché sus palabras, cada sílaba resonando en mi alma, mientras seguía observando mi figura, ahora magnificada en el espejo frente a mí. -He contemplado mi alegría y mi dolor, mis triunfos y mis pérdidas. Cada uno de esos momentos ha moldeado a la Sayuri que ahora se presenta ante ti. Pero aún albergo miedo, temor de no estar a la altura, de no ser suficiente para salvar a mis padres, de quienes depende mi existencia.-
-El miedo es natural-, respondió aquella voz omnipresente, -pero no es tu enemigo. Es un recordatorio de lo que está en juego, un fuego que purifica y fortalece. Mira dentro de ti, hija del hielo. ¿Qué es lo que ves?-
Inhalé profundamente, dejando que la serenidad del templo impregnara mi ser. -Veo determinación. Veo el amor de mi gente, la voluntad de protegerlos a cualquier costo. Veo a una líder, sí, yo soy esa líder. No porque anhele el poder, sino porque estoy dispuesta a asumir el peso de esta responsabilidad.-
-Exactamente-, respondió la voz en el espejo, ahora con un tono más suave, incluso cariñoso. -Eres la líder que tu clan y tu aldea necesitan, no por linaje o destino, sino por la fuerza de tu carácter y la pureza de tu corazón. Acepta esto, Sayuri, y tu camino se despejará.-
Ante esas palabras, mi corazón reaccionó al instante, y una lágrima comenzó a deslizarse por mi mejilla. Cerré y abrí mis ojos, encontrando mi reflejo sonriente, sintiendo una profunda paz interior. -Lo acepto-, dije con voz firme. -Acepto quién soy y quién debo ser. Por mi clan, por los osos, por mi gente. Enfrentaré cualquier desafío con sabiduría y coraje.-
El espejo brilló con intensidad, una luz cegadora que envolvió todo mi ser, sellando así la promesa que había hecho. Cuando la luz se disipó, el espejo había retornado a su estado de calma, revelando una nueva imagen: un campo inmenso cubierto de hielo y nieve, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y más allá, tras varios kilómetros, se vislumbraban paisajes más cálidos e incluso boscosos. Era evidente la invitación a atravesarlo, a emprender el viaje hacia el lugar donde habitaban los ursarinos.
Con el corazón aún palpitante por la revelación, me acerqué al umbral que el espejo había desvelado. Mis pies, ahora guiados por una determinación inquebrantable, estaban listos para adentrarse en ese mundo desconocido, pero familiar a la vez. La transición del frío gélido a climas más templados simbolizaba el viaje que estaba a punto de emprender, no solo físico, sino también espiritual.