Las tardes en la aldea eran tranquilas, si sabías en donde posicionarte. Entre las grietas que dejaban pasar la luz del sol, existía un lugar abandonado, pasando por un estrecho pasillo de casas viejas y deterioradas, en donde las rocas casi se juntaban. Ahí, pasando más allá, se veía una luz que daba paso a una caverna iluminada de manera natural.
El lugar abovedado era suficientemente grande como para construir una casa de buen nivel. Por alguna razón, la roca cedió y dejó este lugar independiente. Quizás la misma obra de la ciudad, con sus movimientos y vibraciones, o quizás por sus excavaciones mineras, que pudieron haber resquebrajado una zona cavernosa, pero eso existía allí.
En ese lugar no llegaba el sonido, era solitario, y gracias a su ventilación no era húmedo y corría el viento desde la grieta hasta el techo, en donde se filtraba entre las múltiples grietas.
Si pegabas el oído bien, podías escuchar la caída del agua del otro lado, en la superficie, quizás alguna cascada o fuente artificial. Como fuera el caso, sólo yo lo conocía y pasaba los días de ocio ahí, entrenando.
Me gustaba hacer "sombra", como le llaman los boxeadores a la lucha sin oponente, donde practican sus golpes y su velocidad. No podía llevar muchas cosas ahí, pues lo estrecho de los muros de piedra de la entrada me lo impedía, pero con lo poco, hice una especie de zona personal.
Golpeaba las ramas que lograba meter, destrozándolas una y otra vez a puñetazos y patadas, vendando mis manos y mis brazos conforme la piel se abría.
Me encantaba luchar, no mentiré.
Tras las constantes peleas que tuve de niño, contra bravucones y gente que me discriminaba por mi apariencia, pasando por el honor que mis padres me inculcaban y las historias de las peleas de mis familiares, me hacía sentir feliz, con adrenalina. Vivo.
Durante algún tiempo, mi diversión era "el club de la lucha", una caverna de los niveles inferiores, iluminada por focos, en donde varios niños y jóvenes practicábamos peleas. Algunos, incluso, apostaban. Los trabajadores de la zona poco caso nos hacían, pues sus vidas ya eran de por sí demasiado duras.
-Levántate- dije mientras derribaba a un grandulón de un puñetazo en la quijada. El chico se reincorporó y me tacleó, cayendo ambos al suelo. Intentó someterme con sus brazos y piernas, pero con un par de codazos a sus costillas logré apartarlo.
-Pocos han aguantado tanto tiempo con Ranzio- dijo uno de los otros niños presentes. Unos cuantos más, llenos de carbón y con ropajes de obrero, reían, gritaban y apostaban caramelos a que uno de nosotros ganaba.
Ranzio se separó de mí, tomó una posición de Sumo y me esperó.
Corrí rápidamente y, cuando estuve a punto de golpearlo, me barrí, dándole una patada entre las piernas antes de que pudiera cerrarlas. Cayó al suelo y dejó escapar sus lágrimas.
Sí, antes de esa pelea me derrotó 2 veces, la primera por falta de experiencia y la segunda por confiarme. Algunos niños abuchearon y se quejaron, pagando a los ganadores, quienes reían y festejaban.
Uno de los chicos, un adolescente de piel curtida y enegrecida por el carbón, vestido con tela de costal, se acercó a darme "el bote" del mini torneo. Lo suficiente como para comprar unas patatas fritas.
En otra ocasión, mis padres me llamaron. Necesitaban que patrullara las zonas de las tabernas, en el nivel bajo, para neutralizar a cualquier ebrio que causara alboroto.
Con mis ropajes negros, bajé a los niveles inferiores. Algunos me miraban con sorpresa, y no los culpaba. Cuando uno era de piel rojo escarlata, con orejas puntiagudas, cuernos, ojos rojos y dientes afilados sueles llamar la atención. Sólo me faltaba una cola y un tridente para asustar a las monjas.
Entré en esa zona, con olor a sudor con alcohol y orines, oscura y húmeda, en donde los trabajadores se reunían a beber.
No pasó mucho tiempo hasta que alguien destrozó una ventana con una silla.
-!Pagame!-dijo un fortachón mientras sujetaba a otro sujeto por la playera.
Las cartas estaban regadas por doquier.
-Que te he visto haciendo trampa-gruñó el otro, con bastante valor, frente a la montaña que tenía enfrente.
Aquél sujeto azotó al otro contra el suelo, y le pisó el torso.
-Paga ahora-dijo el grandulón, apretando el pecho del otro tipo.
-Señores, les pido que dejen pelear-dije mientras me asomaba por la ventana.
-¿Tu que? Coña... diablo... *burp*-dijo aquel grandulón. Yo sólo quería una excusa.
Salté por la ventana y le di un fuerte golpe en la cabeza, pero él no era como los otros. De un puñetazo me arrojó contra la pared. Intentó darme otro golpe, pero me agaché y le golpé en el estómago otras dos veces. Intentó agarrarme, pero me escabullí por su derecha y, rápidamente, le di una patada en la rodilla.
Cuando cayó al piso, salté y le di otro puñetazo en la cabeza, pero el sujeto se levantó.
-¿Quién coño te crees?- bramó el sujeto. Saltó sobre mí, intentando aplastarme y usar sus brazos para aprisionarme, pero me tiré de espaldas y, con ambas piernas, le arrojé hacia un lado, golpeando su vientre. El fortachón quedó en el piso, vomitando sus bebidas, antes de levantarse de nuevo.
Secó su vómito de sus barbas y dio un fuerte grito. Con todas sus fuerzas, lanzó un puñetazo, el cual esquivé, pero un segundo golpe me dio en el torso, arrojándome hacia el suelo.
Pese a eso, yo sonreía. Me estaba dando más pelea que los chicos del barrio.
Me levanté de un salto e hice la finta de golpearlo, y cuando se cubrió, me giré y le di un gancho al riñón. El sujeto cayó de rodillas. Antes de que pudiera levantarse, le propiné un puñetazo en el rostro. No cayó del todo, pero se rindió.
...
Esa era mi vida, parte de ella, y ya estaba listo para recibir las misiones oficiales para poder enfrentarme y medirme ante adversarios más fuertes. Aunque yo era un ninja, me consideraba, y a los de mi clan, más bien como guerreros.
El lugar abovedado era suficientemente grande como para construir una casa de buen nivel. Por alguna razón, la roca cedió y dejó este lugar independiente. Quizás la misma obra de la ciudad, con sus movimientos y vibraciones, o quizás por sus excavaciones mineras, que pudieron haber resquebrajado una zona cavernosa, pero eso existía allí.
En ese lugar no llegaba el sonido, era solitario, y gracias a su ventilación no era húmedo y corría el viento desde la grieta hasta el techo, en donde se filtraba entre las múltiples grietas.
Si pegabas el oído bien, podías escuchar la caída del agua del otro lado, en la superficie, quizás alguna cascada o fuente artificial. Como fuera el caso, sólo yo lo conocía y pasaba los días de ocio ahí, entrenando.
Me gustaba hacer "sombra", como le llaman los boxeadores a la lucha sin oponente, donde practican sus golpes y su velocidad. No podía llevar muchas cosas ahí, pues lo estrecho de los muros de piedra de la entrada me lo impedía, pero con lo poco, hice una especie de zona personal.
Golpeaba las ramas que lograba meter, destrozándolas una y otra vez a puñetazos y patadas, vendando mis manos y mis brazos conforme la piel se abría.
Me encantaba luchar, no mentiré.
Tras las constantes peleas que tuve de niño, contra bravucones y gente que me discriminaba por mi apariencia, pasando por el honor que mis padres me inculcaban y las historias de las peleas de mis familiares, me hacía sentir feliz, con adrenalina. Vivo.
Durante algún tiempo, mi diversión era "el club de la lucha", una caverna de los niveles inferiores, iluminada por focos, en donde varios niños y jóvenes practicábamos peleas. Algunos, incluso, apostaban. Los trabajadores de la zona poco caso nos hacían, pues sus vidas ya eran de por sí demasiado duras.
-Levántate- dije mientras derribaba a un grandulón de un puñetazo en la quijada. El chico se reincorporó y me tacleó, cayendo ambos al suelo. Intentó someterme con sus brazos y piernas, pero con un par de codazos a sus costillas logré apartarlo.
-Pocos han aguantado tanto tiempo con Ranzio- dijo uno de los otros niños presentes. Unos cuantos más, llenos de carbón y con ropajes de obrero, reían, gritaban y apostaban caramelos a que uno de nosotros ganaba.
Ranzio se separó de mí, tomó una posición de Sumo y me esperó.
Corrí rápidamente y, cuando estuve a punto de golpearlo, me barrí, dándole una patada entre las piernas antes de que pudiera cerrarlas. Cayó al suelo y dejó escapar sus lágrimas.
Sí, antes de esa pelea me derrotó 2 veces, la primera por falta de experiencia y la segunda por confiarme. Algunos niños abuchearon y se quejaron, pagando a los ganadores, quienes reían y festejaban.
Uno de los chicos, un adolescente de piel curtida y enegrecida por el carbón, vestido con tela de costal, se acercó a darme "el bote" del mini torneo. Lo suficiente como para comprar unas patatas fritas.
En otra ocasión, mis padres me llamaron. Necesitaban que patrullara las zonas de las tabernas, en el nivel bajo, para neutralizar a cualquier ebrio que causara alboroto.
Con mis ropajes negros, bajé a los niveles inferiores. Algunos me miraban con sorpresa, y no los culpaba. Cuando uno era de piel rojo escarlata, con orejas puntiagudas, cuernos, ojos rojos y dientes afilados sueles llamar la atención. Sólo me faltaba una cola y un tridente para asustar a las monjas.
Entré en esa zona, con olor a sudor con alcohol y orines, oscura y húmeda, en donde los trabajadores se reunían a beber.
No pasó mucho tiempo hasta que alguien destrozó una ventana con una silla.
-!Pagame!-dijo un fortachón mientras sujetaba a otro sujeto por la playera.
Las cartas estaban regadas por doquier.
-Que te he visto haciendo trampa-gruñó el otro, con bastante valor, frente a la montaña que tenía enfrente.
Aquél sujeto azotó al otro contra el suelo, y le pisó el torso.
-Paga ahora-dijo el grandulón, apretando el pecho del otro tipo.
-Señores, les pido que dejen pelear-dije mientras me asomaba por la ventana.
-¿Tu que? Coña... diablo... *burp*-dijo aquel grandulón. Yo sólo quería una excusa.
Salté por la ventana y le di un fuerte golpe en la cabeza, pero él no era como los otros. De un puñetazo me arrojó contra la pared. Intentó darme otro golpe, pero me agaché y le golpé en el estómago otras dos veces. Intentó agarrarme, pero me escabullí por su derecha y, rápidamente, le di una patada en la rodilla.
Cuando cayó al piso, salté y le di otro puñetazo en la cabeza, pero el sujeto se levantó.
-¿Quién coño te crees?- bramó el sujeto. Saltó sobre mí, intentando aplastarme y usar sus brazos para aprisionarme, pero me tiré de espaldas y, con ambas piernas, le arrojé hacia un lado, golpeando su vientre. El fortachón quedó en el piso, vomitando sus bebidas, antes de levantarse de nuevo.
Secó su vómito de sus barbas y dio un fuerte grito. Con todas sus fuerzas, lanzó un puñetazo, el cual esquivé, pero un segundo golpe me dio en el torso, arrojándome hacia el suelo.
Pese a eso, yo sonreía. Me estaba dando más pelea que los chicos del barrio.
Me levanté de un salto e hice la finta de golpearlo, y cuando se cubrió, me giré y le di un gancho al riñón. El sujeto cayó de rodillas. Antes de que pudiera levantarse, le propiné un puñetazo en el rostro. No cayó del todo, pero se rindió.
...
Esa era mi vida, parte de ella, y ya estaba listo para recibir las misiones oficiales para poder enfrentarme y medirme ante adversarios más fuertes. Aunque yo era un ninja, me consideraba, y a los de mi clan, más bien como guerreros.