[Monotema] Aquel pergamino.
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Madrugada del 3 de Jūnigatsu, 15 D.K. Hogar de Shozo
 
Recién llegado a casa, cerró la puerta tras de sí y prendió la luz. Suspiró, ante la agradable sensación de haber vuelto a su hogar y se retiró de la cabeza su gorro de algodón, algo mojado por la lluvia tenue que estaba cayendo aquella madrugada. Venía de haber tenido que ejercer de matón en una misión cuanto menos insustancial, una labor que no le agradaba pero que tampoco le había requerido ningún tipo de esfuerzo.
 
Acostumbraba a darse un baño antes de dormir y fumarse un cigarro y esa noche no iba a ser menos. Por tarde que fuera, a pesar de que el sonido del agua transportada por las cañerías de su por aquel entonces cochambroso bloque de pisos pudiera molestar a algún vecino, una ducha caliente antes de acostarse le haría resucitar. ¿Qué más daba? Pronto habría podido ahorrar lo suficiente como para dejar esa edificación y tener una casa propia cuyas paredes no fueran de papel y, de paso, estuviera algo más cerca de las bases rebeldes a las que prácticamente a diario se desplazaba para colaborar, entrenar o ser conocedor de su siguiente misión o encargo. Ese piso solo fue una etapa cuando llegó el momento de independizarse de sus padres.
 
Ya seco y limpio, dejaba el cuarto de aseo tras de sí, completamente descalzo, descamisado y con únicamente un ancho pantalón de pijama como vestimenta. Ya no había tampoco ningún tipo de maquillaje en su rostro. Solo sus padres y amigos muy cercanos podían ver su rostro al natural, y Shozo no tenía muchos amigos.
 
Se dejó caer como una losa en el sillón de su salón no sin antes haber cogido su tabaco y cerillas. Estiró las piernas, apoyando sus talones en la mesilla frente a él y, por fin, encendió su cigarro. – El mejor cigarro del día. – Murmuró, aunque siendo honestos, era una frase que decía muy a menudo. El cigarro de después de comer podía ser el mejor del día, pero también el del café, o el de salir de casa, o el de después de f…
 
Con el pulmón lleno de humo, los ojos parecían cerrarse solos. Solo se escuchaba el sonido al compás de los segundos de un reloj de pared en el cuarto de estar. Shozo desvió la mirada hacia este y, acto seguido, al mueble bajo el mismo. Un estante con distintos compartimentos a ambos lados, arriba y abajo, atesoraba los libros de historia, relatos y leyendas shinobi que con tanto mimo Shozo había conservado a lo largo de los años. El rebelde los mantenía en perfecto orden a pesar de no ser esta una virtud que acostumbraba a tener, pero ese era su tesoro. De forma casi maniática cuidaba el contenido de aquel mueble. Y aquel pergamino…
 
Aquel pergamino era el mayor de esos tesoros. En el centro de aquella suerte de gran estantería, un compartimento con un cristal en el centro custodiaba un pergamino. Se exponía como si estuviera en un museo, en perfecto estado y siendo de protagonista incluso rodeado de tantos libros. Erguido en vertical, en equilibrio sobre su base, enrollado con precisión y delicadeza, su blanco color desentonaba con el negro de sus extremos y con una cuerda de un rojo brillante que lo rodeaba, atada en un hermoso lazo. Era, por supuesto, un pergamino que antaño perteneció al abuelo de Shozo, veterano shinobi, pionero rebelde y, lamentablemente, ya fallecido.
 
Sin haber sido nunca shinobis, los padres de Shozo no tuvieron objeción alguna en que su hijo se llevara consigo el pergamino. Una única vez intentó el joven leer su contenido, el mismo día que decidió unirse activamente a los rebeldes como shinobi y no como obrero. Las letras en su interior se desordenaron tan pronto como este fue desplegado, siseando y moviéndose como si fueran una serpiente. No hubo forma de descifrarlo, pero un día podría hacerlo.
 
Shozo sacudió la cabeza. Hoy no iba a ser ese día, pero aquel pergamino… Todas las noches sentía como le llamaba, como parecía susurrarle su nombre al oído, como un siseo intentaba encantarle, hipnotizarle y atraerle.
 
Cuando quiso darse cuenta, estaba de pie frente al mueble, con el cigarro en la mano tan consumido que la ceniza cayó a la madera bajo sus pies sin necesidad de golpear el cilíndrico filtro. No recordaba haberse levantado ni haberse aproximado al mueble, pero ahí estaba, innegablemente.
 
- Estoy demasiado cansado. – Se dijo, caminando hacia atrás, ignorando la ceniza en el suelo sin ver la necesidad de limpiarla hasta el día siguiente y sentándose una vez más en el sillón. Apagó en el cenicero de la mesilla y sacó un segundo cigarro que no tardó encender, pues no había disfrutado lo suficiente del primero. – Ah… El mejor cigarro del día. – Dijo en voz alta una vez más, procurando silenciar ese siseo que era incapaz de dejar de escuchar.
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Madrugada del 4 de Jūnigatsu, 15 D.K. Hogar de Shozo
Año 2 D.K. Hogar de Ibuki y Shota Heizu
 
- Shozo. – Esa voz… Era la irreconocible voz de su padre. Tan firme como siempre. Nunca temblorosa, ni siquiera en una situación como aquella. – Tu abuelo Isamu ha fallecido. – Podía verse a sí mismo en aquella ensoñación, todavía sin haberse percatado de lo que realmente era. Una visión borrosa en la que recordaba desde una perspectiva ajena a la suya propia aquel momento de su pasado. – Tu madre está muy triste, debes tratarla lo mejor posible estos días. – Ibuki… Tan pura. Fue aquel día cuando se vino abajo. Nunca remontó la pérdida de su padre.
 
¿Qué es lo que provoca los sueños? Shozo estaba exhausto aquel día cuando llegó a casa, como casi todos los días cuando terminaba su jornada y, después de haber estado ayudando en la base rebelde, haciendo alguna misión o entrenando, caía rendido en la absorbente atmósfera de su piso. Era una persona afín a los sueños, eran habituales en él, más desde que comenzó su formación shinobi bien era cierto que estos habían sido cada vez menos frecuentes. Si le hubieran preguntado aquella mañana por la última vez que había soñado, tal vez ni siquiera habría sido capaz de dar una respuesta. Pero aquel día, así estaba ocurriendo.
 
- Ella no quería que te contara lo que ha ocurrido. Todavía te ve como un niño, pero yo sé que no es así. Eres un hombre, Shozo. – Seguramente Ibuki solo quiso protegerle. Shota, sin embargo, siempre esperó de él que se convirtiera en alguien fuerte y le pidió más de lo que pudo darle en su adolescencia y juventud. Ahora bien, 13 años, que eran los que tenía en aquel entonces, ya son muchos en un mundo cruel como en el que él vivía. Desde tiempos pasados, muy lejanos, mucho antes de Kami-sama o incluso de la "Paz Duradera" de la que tanto había podido leer, niños y adolescentes eran formados de forma militar, algunos viviendo auténticas pesadillas desde muy temprana edad y otros tantos convirtiendose en hombres, mujeres, shinobis y kunoichis respectivamente demasiado pronto. Mas así era como funcionaba el mundo y esa rueda jamás se rompería. Era un inevitable, un punto inamovible de la condición shinobi.
 
Shota, incluso en sueños, no vacilaba. – Ha sido el Imperio, Shozo. – Incluso en el sueño, esa frase le resultaría familiar. Llevaba sonando en su cabeza desde aquel entonces, incluso sin haber tenido nunca una estrecha relación con su abuelo Isamu. Sin embargo, era uno de esos recuerdos que por mucho que pase el tiempo eres capaz de ver en lo más profundo de tu mente con absoluta claridad.
 
“Ha sido el Imperio, Shozo”. El timbre de voz, la entonación, el acento cerrado de su padre, el llanto de su madre encerrada en la habitación. Todo era exactamente igual a como había ocurrido. Si bien era un sueño borroso, aquel momento era un calco a la realidad de trece años atrás.
 
- El Imperio le ha ejecutado públicamente. A él y a otros tantos rebeldes. – Shota era tajante. Aquel fue el día en el que todo cambió. El día en el que tanto él como su esposa pasaron de procurar pasar desapercibidos a trasladarse a una base rebelde en la que comenzaron a trabajar a sol y sombra y el día en el que se sembró la primera semilla que haría de Shozo el hombre que era a día de hoy. - No olvides nunca quién es el enemigo.
 
No. Nunca.
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