[Privado] Miyama-jima (美山島)
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Última modificación: 18-11-2023, 01:09 AM por Yagami.
Ambientación


En el corazón del vasto océano, lejos de las costas del País del Agua, se erige la isla Miyama,
donde el sol se alza en el horizonte tiñendo el cielo de pinceladas radiantes al despertar. Es en esta isla donde el mar caliente y la tierra firme se encuentran en un abrazo eterno, el hogar ancestral del clan Hoshigaki.

La playa, una extensión dorada y acogedora en el sur de la isla, se despliega como un lienzo infinito donde las olas abrazan la orilla con suavidad, cantando una melodía que se entrelaza con los susurros del viento entre las hojas de los árboles. La arena cálida invita a descalzarse y hundir los pies en su suavidad, mientras los rayos del sol acarician la piel con una calidez reconfortante. Era en este rincón de la isla donde el encuentro entre el mar y la tierra parecía un baile eterno, en la que el tiempo se desvanecía en la marea, y cada ola contaba una historia distinta. Un paraíso íntimo, donde solo los ojos de los Hoshigakis presenciaban el nacimiento y ocaso del sol todos los días sobre el mar, un lugar donde Kurosame tejería los más preciosos recuerdos de su infancia.

A lo lejos, en lo alto de una colina que emerge desde la costa se alza un faro de franjas blancas y rojas que en el pasado presidía sobre la isla, sirviendo de vigía de los mares. Bajo las aguas, la diversidad marina cobraba vida: cardúmenes de peces danzan entre los arrecifes de coral, crustáceos y corales de colores vibrantes. Yace una riqueza submarina que se extiende más allá de la superficie: múltiples especies de tiburones, soberanos de los mares, patrullaban estas aguas, exhibiendo fuerza y elegancia, protegiendo la isla de amenazas foráneas.

Más allá de la costa, entre un sendero bordeado de árboles y vegetación, se erguían con majestuosidad las dunas: colinas de arena esculpidas pacientemente por el viento y el tiempo. Como un tesoro natural, estas formaciones creaban un paisaje cautivador que se extendía tierra adentro. Los alrededores se veían engalanados por acacias llenas de flores, traídas hacía generaciones desde el País del Viento por ancestros Hoshigakis, quienes consideraban estas plantas como un amuleto contra la mala fortuna.

El resto de la isla se extendía más allá de la costa en acantilados escarpados. En el corazón de este terreno, un sendero conducía a la villa donde residían los Hoshigakis, rodeada entre bosques y el susurro de cascadas. Esta villa, en el medio del océano, era testigo de ver nacer y crecer a un pequeño Kurosame Hoshigaki.

Cerca de la villa, reposaba el extenso lago Ookiyanagi (大き柳), irradiando un encanto singular. Sus aguas cristalinas reflejaban la paleta de colores del cielo y los tonos verdosos de la vegetación circundante. Delicadas cascadas descendían con suavidad desde los acantilados, albergando una diversidad de vida silvestre: aves acuáticas revoloteando a lo largo de las orillas y peces de colores danzando en sus aguas. Y en las noches, mientras la oscuridad abrazaba la tierra, pequeños destellos de luz bailaban entre la vegetación: luciérnagas emergiendo entre juncos y matorrales, creando un espectáculo resplandeciente que pintaba un cuadro efímero de belleza natural.

Desafortunadamente, este idílico paisaje, oculto en medio del mar, se hallaba prácticamente abandonado y deshabitado tras la migración de todos los Hoshigakis al País del Agua, influenciados por el Imperio. A lo largo de sus años como miembro del Consejo Shinobi, Kurosame empleó su influencia para mantener alejados los conflictos del Imperio de su amada isla: el único remanente de su pasado. La Isla Miyama permanecía como un santuario para los Hoshigakis, un legado que Kurosame se empeñaría en preservar por el resto de su vida.



Playa de la Isla Miyama 
23 de julio, año 15 D.K.

Kurosame aguardaba, dos semanas se escurrirían desde su último encuentro con Namida en las costas de la Isla del Norte. Acordaron encontrarse en el lugar donde él había crecido, aunque dudaba si Namida reconocería la isla. Aun así, las indicaciones que había depositado en la palma de su mano serían más que suficientes para guiarla hacia él. Aquella playa sería el punto de reunión, donde finalmente, tras tantos años, las circunstancias los favorecerían.

Un nudo de emociones le apretaba el pecho, una mezcla de anhelo e impaciencia, junto con la incertidumbre de si Namida realmente llegaría. Estaba dispuesto a esperar cada día si era necesario, pero este era el día pactado. No conocía mucho sobre ella y lo ocurrido durante los últimos quince años. Solo sabía que el destino los reuniría en la Isla del Norte, y nada más. Era también una decisión de Namida: decidir si volver a ver a Kurosame, si confiaba en él lo suficiente, o permitirle el espacio para no verse nunca jamás. En caso de que ella optara por no verlo, él respetaría esa elección sin mirar hacia atrás. Sin embargo, el encuentro con Namida había cambiado su perspectiva y ya no podía quedarse pasivo ante su situación. Incluso si ella lo rechazaba, él ya se había comprometido a crear un mejor futuro para ella.

Kurosame esperaría en la playa desde lo más temprano. Sentado en la arena, erguido y alerta ante cualquier cambio en las olas. Era el mismo ritual de siempre, aquél que haría durante los últimos 15 años. Aún así, una pequeña parte de él permanecía relajado, confiando en el destino que le deparaba, el cual ya no veía tan oscuro como antes.

Aquí te esperaré, Namida. Esperaría porque Namida decidiría confiar en él aquel día, y él no la defraudaría.
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Última modificación: 28-11-2023, 04:33 AM por Namida.
ambientación

Namida conocía el camino como la palma de su mano. 

Postal de agua y arena, de médanos blancos y vegetación deslumbrante, Miyama-Jima no era su tierra natal pero si fue el paraíso que la vio crecer. Hogar de su corazón, donde sus ancestros echaron raíces, donde nacieron sus padres y hermanos, donde se gestaron los recuerdos más felices de una tierna infancia.

Verano era sinónimo de vacaciones familiares en casa de sus abuelos, de interminables días de sol y de playa, atardeceres pintados de fuego y noches cálidas de cigarras y luciérnagas, de olas mágicas revolcándose hasta la orilla envueltas en un azulado fulgor bioluminiscente.

Ese día era tan parecido a uno de aquellos, que fue muy fácil para la nostalgia instalarse en su cabeza. Tras la muerte de sus seres queridos, la casa que habitaban fue vendida y posteriormente abandonada, y desde entonces Namida no había vuelto a poner un pie en Miyama-Jima. Pero ahora que estaba ahí, podía ver las memorias de los veranos eternos regresando para manifestarse ante sus ojos de oro, como fantasmas desahuciados que se quedaron sin hogar condenados a vagar en lo que ahora era una isla desierta, danzando delante de ella distorsionados, descoloridos, ya gastados y erosionados por el impiadoso paso del tiempo y la corrosión de la sal. 

El sol se alzaba sobre el agua radiante e imponente, más arriba de la línea que trazaba el inmenso horizonte separando cielo de mar. Iluminaba su perfil, y hacia brillar su largo cabello blanco igual que brillaba la superficie cristalina del azul. Las huellas de sus pies descalzos, impresas en la arena, se iban borrando con los besos que el suave oleaje dejaba en su trayecto hasta la orilla. 

Con la mano izquierda sostenía su par de botas. En la diestra, el puño cerrado protegía celosamente una pequeña y arrugada hoja de papel. Lentamente caminaba en dirección al faro, la estructura roja y blanca que tal y como la recordaba aún se erguía firme y solitaria en el horizonte, rodeada de dunas y frondosas acacias, estoica a pesar de los años de abandono y las sacudidas de fieras tempestades. Pero no era ese su destino, no. El faro solo servía de referencia para guiarla hasta el lucero azul que había ido a buscar, y que con suerte estaría esperando por ella en algún punto de la playa inmensa.

En su estómago se revolvían los nervios, la incertidumbre, las ansias, también la preocupación. Las palabras que intercambió con su hermano antes de partir todavía hacían eco en las paredes de su mente, y sentía temor. Pero la suave brisa que mecía su vestido continuaba impulsando sus pasos, y las olas le susurraban, le besaban los tobillos y prometían que todo estaría bien.  

Y Namida quería confiar. 

Después de todo, hacerle caso al corazón no puede nunca ser un error, ¿verdad?
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Última modificación: 24-03-2024, 03:05 PM por Kurosame.
Ambientación


En ese remoto y desolado paraíso, en un rincón marcado por recuerdos del pasado, Kurosame aguardaba en solitario. La isla, en ese instante, era su única compañía, y en su quietud, albergaba la promesa inminente de un encuentro con Namida. Permanecía en vilo, alerta a cualquier indicio de su presencia. Su mirada estaba clavada en el horizonte, sin atreverse a desviarse en ninguna otra dirección. Sentado descalzo en la arena, las olas apenas rozaban sus pies, acariciándolos sin llegar a envolverlos completamente.

Y estaba en calma. Tan solo que, la calma y la confianza que sentía era porque creía que todo se desenvolvería según lo promulgado por el destino. Pero, en el fondo, esa calma escondía una tensión contenida, una burbuja que podía estallar en cualquier momento. Era la burbuja en la que podía permanecer toda su vida, en la que vislumbraba un reencuentro con Namida y compartiría el resto de su tiempo ahí con ella, sin complicaciones ni contratiempos. Fuera de esa burbuja, se extendía un universo de caos e incertidumbre, y Kurosame temía explorarlo en solitario.

Mientras continuara aguardando a Namida en Miyama-jima y confiara en su llegada, podría aferrarse a esa burbuja. No era aún el momento de romperla, y aún podía sostener la espera; la burbuja resistiría por un tiempo más. En ese paraíso, podía deleitarse en la sensación de estar vivo dentro de esa burbuja, apreciando lo maravilloso que era existir con un hilo de esperanza.

No pasó mucho tiempo antes de que la misma brisa suave que acariciaría el blanco vestido de Namida llevara consigo su presencia hasta el tiburón. Kurosame giró su rostro en la dirección opuesta a la brisa y distinguió una sombra en la distancia, acercándose lentamente. La incertidumbre lo envolvió, su mera presencia provocó en él una sensación de irrealidad que lo embargaba por completo.

Elevándose de la arena, Kurosame avanzó con pasos lentos, cada uno más exaltado que el anterior. A medida que se acercaba, sentía todo su ser incendiándose entero. Era plenamente consciente de que aquel encuentro cambiaría absolutamente el resto de sus vidas. Se movería adelante hasta llegar a estar separados por tan solo unos metros, su corazón latiendo poderosamente en su pecho.

Finalmente, la realidad se reveló ante sus ojos. Aquel día en la playa no había sido una fantasía; Namida estaba allí, tomando forma en una nueva realidad, su presencia materializándose frente a él. Después de pasar tanto tiempo pensándola, en su mente anticipando el calor de su cuerpo, imaginando una acaricia en la suave piel de su rostro, un dulce intercambio de miradas, ella esbozando una leve y tímida sonrisa, todo aquello se manifestaba de manera más tangible. La espera impaciente había llegado a su fin, y Kurosame se encontraba frente a la viva representación de sus anhelos. Tanto tiempo de conocerla por obra del destino, nunca la sentiría tan real como en ese momento. Ahora juntos por fin, tanto él como ella podían cruzar esa borrosa línea entre la ilusión y la realidad.

Bienvenida a casa, Namida.

Se detuvo, extendió el brazo derecho y con un gesto, la invitó a acercarse. Ahora era ella quien debía dar los últimos pasos para cerrar la distancia entre sus cuerpos. La expectación era palpable en el aire, cada paso más revelando un capítulo en la nueva historia que ambos estarían a punto de escribir juntos.
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Última modificación: 10-04-2024, 09:01 AM por Namida.
Jamás creyó que alguna vez volvería a poner un pie sobra las costas de aquella Isla. No desde que los motivos para visitarla se habían desvanecido como bruma con la brisa del mar.

Para ella, no quedaba nada ahí. Solo en su mente existían claras fotografías, recuerdos de lo que un día fue y ya no sería. En sueños sabía recrear, de vez en cuando, la sensación de sus pies hundiéndose en la fina arena blanca de los altos médanos mientras Ebisu y Suien corrían delante de ella, dejándola atrás. Siempre perdía en las carreras. Y al final, podía escuchar con nitidez la cálida risa de su hermano mayor, a pesar de que el tiempo impiadoso ya le había arrebatado el recuerdo de su voz. 

Mientras caminaba, lo veía. Se veía. Los tres tiburones, del más grande a la más pequeña, correteando por la orilla, saltando, chapoteando, cavando pozos que nunca terminaban ni llegaban a ningún lado; descubriendo criaturas del mar, recolectando conchas llamativas y vistosas, revolcándose entre las uñas de gato que trepaban la arena y tomando siestas cortas a la sombra o bajo el sol.

Por momentos, los hologramas se deformaban e interrumpían con pequeños glitches, sin embargo le harían compañía todo el camino, mientras avanzaba raudamente a su destino.

En la mano derecha el papel quemaba, caliente como un tizón. Era prueba tangible de que lo vivido aquella tarde había sido real. Era testigo y promesa de un encuentro frente al azul, prólogo de la nueva historia que escribirían el viento y la sal. Una historia que, por desafortunadas cuestiones, debía desarrollarse en secreto y con cautela. 

Y en tales condiciones Namida había llegado a la Isla, viajando con sigilo bajo la protección que ofrecía el manto de la noche. Su intuición no había logrado detectar amenazas en el camino, al menos ninguna diferente a la de la gigantesca bestia que rondaba patrullando las aguas profundas de la costa. Era extraño el sentimiento que la invadía, pero no dejó que la paranoia le ganara. Aunque el peligro podía estar al acecho, inclusive en aquel momento, Namida había decidido confiar. 

Entonces, de pronto, los hologramas se esfumaron en el aire. 

Y desde una distancia prudente, con el faro y los médanos y las acacias pintados como una postal a sus espaldas, lo pudo ver. No faltó. Ambos estaban ahí, tal y como lo habían prometido.

Él comenzó a acercarse y ella apresuró los pasos, casi corriendo a su encuentro, solo deteniendo sus pies descalzos cuando estuvieron frente a frente.

Los ojos de oro brillaron con el sol reflejándose en la humedad que los cristalizaba, y la expresión en su rostro tembló ligeramente, pero la mantuvo apretando los labios en una pequeña y fina sonrisa que tímidamente reflejaba un sentimiento de felicidad que no podría seguir conteniendo. El corazón golpeaba agitado, revuelto,  igual que su respiración, su vestido, su cabello. 

Parecía un sueño.

<<Bienvenida a casa, Namida>>

La sonrisa se hizo más grande, y los ojos destellaron desbordándose con la ilusión de tan ansiado encuentro. Y la mano con la que sostenía el papel se estiró para alcanzar la palma que Kurosame ofrecía, y a su alrededor cerró los dedos sujetándola con perentoria firmeza. Las botas cayeron sin reparos en la arena, y la zurda se aferró al hombro del tiburón buscando agarre para acercar los cuerpos, juntando contra él su pecho y entonando sus descontrolados latidos en la armonía de una misma canción.

Kurosame... susurró. Pero no supo continuar.

Las manos se movieron, escalaron por el cuerpo ajeno ansiosas por comprobar que aquello tangible definitivamente era real. Treparon por el cuello del tiburón y finalmente acunaron con delicada ternura el rostro entre las palmas, acariciando apenas la nuca con las puntas temblorosas de los dedos. Y Namida observó sus ojos, nariz, boca, se detuvo a contemplar cada detalle grabándolo en el oro de su mirada, por si acaso de nuevo le tocaba padecer el castigo de tener que recordarlo.

<<Casa>>

Súbitamente, mientras veía el reflejo de sus ojos en el brillo de los ajenos, lo entendió. No estaba en casa porque Miyama-jima fuese su nido y su hogar. Estaba en casa porque ahí estaba su complemento. Ahí estaba Kurosame.
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Última modificación: 21-05-2024, 01:39 PM por Kurosame.
El prólogo de aquella historia que compartían comenzaría quince años atrás y culminaría en las costas de Miyama-jima. La sal y la arena serían testigos de un destino desafiante y de una serie de accidentes afortunados. Entre Namida más se acercaba a él más lograba reflejar en sus cristales ámbar todo el dolor y pesar de más de una década, velándola hasta aquel encuentro. Pero aquello ya no era un accidente, ambos se verían en la isla, en un pacto de mutua confianza; Namida se arriesgaría a verlo.

Anhelaba tanto su presencia, incluso cuando creía que su ausencia era permanente. Pero finalmente, ella se manifestaría frente a él, rompiendo la distancia entre sus cuerpos. Era exactamente el escenario que soñaría innumerables noches, y justo cuando sentía que la tenía entre sus brazos, despertaría siempre del cruel letargo. Una vez más, ya era hora de despertar.

<<Kurosame>>

El susurro de su propio nombre escapando de sus labios, el calor emanado por su cuerpo y el latir desaforado de su pecho, todo era tan auténtico y tangible. Finalmente, Kurosame despertó a la nueva realidad de que su complemento estaba frente a él, viva y presente, que podía tocarla y sentirla, y que ya no era un recuerdo efímero; Namida llegaría a su vida una vez más para quedarse con él.

Namida. Le respondió en otro susurro. Aún no se movería, tan solo permitiéndose recibir el roce de las palmas en su rostro, padeciendo la calidez de sus caricias. Parpadeó incrédulo, contemplando entera su fisonomía. Era tal cual como la rememoraba; la forma en que ella lo miraba no había cambiado en todo ese tiempo. Pero ahora, ya no necesitaría aferrarse a su recuerdo, porque la tenía junto a él.

Por fin, estamos juntos, y no nos hará falta nada más en esta isla.

Sin advertirlo, la mano izquierda del tiburón se aferraría a la cadera de su mujer, presionándola suavemente más hacia él. No te alejarás, ¿cierto? Aquella frase resonaría fugazmente en su cabeza. Recordaría la primera vez que la vería mientras que, nadando juntos en la playa y compartiendo un extraordinario instante, ella decidiría apartarse de él. Pero ahora Namida estaría siempre segura con él. Ni la duda, ni la suerte, ni ningún ente superior, los apartaría otra vez.

La mano opuesta, en cambio, descansaría todo este tiempo en la cintura de Namida. La escalaría desde donde estaba por el costado, aprovechándose de explorar la calidez de su cuerpo. Eventualmente, subiría hasta encontrarse con su hombro y al llegar, descendería lentamente la palma en diagonal hasta descubrir el centro de su pecho. La ilusión finalmente quebraría ante la realidad de sus latidos descontrolados, sintiéndose capaz de atraparlos. La palma entera reposaría en medio del pecho de Namida, los dedos extendiéndose, las puntas rozando su cuello azul. Genuinamente sentía sus latidos, latidos que creyó apagados por tanto tiempo.

En el destino estaba escrito, y volvimos a encontrarnos.
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