Entre ellos, Ryu se contaba como uno de los primeros en llegar, ansioso por encontrar un compañero con el que medir fuerzas, a pesar de su mala reputación.
─ Oye, ¿te gustaría entrenar juntos? ─ con un orgulloso destello en sus ojos, esta era su invitación característica, dirigida a la mayoría de los presentes.
Sin embargo, las miradas escépticas y desconfiadas que le lanzaban decían mucho. Las respuestas no se hicieron esperar─. Lo siento, pero la última vez me rompiste un brazo ─era una negativa que ya había escuchado en varias ocasiones─. Hasta que no aprendas a controlarte, prefiero evitar problemas.
─ Tsch, tu te lo pierdes ─respondería el hombre reptil con un ligero tono de molestia─. Afuera tendrás que aguantar cosas mucho peores que un brazo roto, pero esa ya es tu decisión.
Después de varios intentos fallidos con desenlaces similares, el Tokage se encontró finalmente entrenando en solitario. Caminó con determinación hacia los maniquíes dispuestos en el campo, su mirada reflejando una mezcla de frustración y enfoque. Sin ninguna palabra, comenzó a descargar su frustración acumulada en los objetos inertes con puñetazos y patadas feroces. Cada golpe era una liberación, un desahogo para la tensión acumulada en su interior.
Sus movimientos eran precisos y rápidos, una expresión física de la rabia y la determinación que arremolinaban en su interior. Cada impacto resonaba en el aire, un recordatorio audible de su compromiso con el entrenamiento y su deseo de superarse. El sudor comenzó a empapar su frente y sus músculos se tensaron con cada golpe, revelando la intensidad de su esfuerzo.
Poco a poco, fue encontrando en cada movimiento una forma de liberarse de la rabia que había sentido en sus interacciones anteriores. El campo de entrenamiento se había convertido en su santuario temporal, un lugar donde podía canalizar sus emociones y enfocarse en mejorar sus habilidades. Cada golpe y patada era una afirmación de su determinación de superar sus limitaciones y convertirse en un shinobi más fuerte.