Que la vida te pase frente a los ojos no es un escenario ajeno a la vida de un shinobi. Desde los rangos más bajos de la escala militar el peligro está, y mientras las habilidades se transforman en herramientas para evitar la fatalidad, también evolucionan las amenazas. En casos particularmente especiales la capacidad de discernir del ninja también crecería, aprendiendo cuales batallas luchar y cuáles no, tanto figurativa como literalmente. Pero, cuando otros factores intervienen y nublan el juicio, termina naciendo un caldo de cultivo perfecto para las desgracias a escala personal.
Para el peliazul el factor diferenciador, normalmente, era el dinero. Y se daba cuenta de ello mientras observaba con mucha atención y similar preocupación el folio que contenía la información de una misión que había aceptado. La hoja que en otrora probablemente estuviese pulcra ahora estaba llena de tierra y arrugada en los bordes. Según versaban las leyendas, esta misión llevaba tiempo en las carpetas de los oficiales encargados de asignarlas, pues aún cuando la paga fuese buena, pocos se animaban a tomar riesgos como los que requería la misión. Pero claro; cuando la paga resulta cuantiosa ningún riesgo podría considerarse demasiado grande para el Jiki.
Con sus ojos carmesí estudiaba el texto mientras dedicaba su diestra a rascarse la nuca. Por un instante, solo un instante, pensó que quizás se había sobre extendido. El subconsciente había prendido alarmas hace rato ya, y tras leer los detalles no conseguía sino agravar su propio malestar. Sin embargo, y más allá del orgullo o la vida, volver por el camino ya recorrido no era algo demasiado eficiente. Dejar una misión sin completar terminaría como una mancha en su historial que, a futuro, quizás le traería problemas económicos que no iba a enfrentar.
Independientemente de lo que su subconsciente tuviese para decir ya estaba embarcado en el viaje. Se movía por la aldea en dirección al punto de encuentro donde hablaría con el supervisor a cargo, y de allí comenzaría su tarea. — No sé si prefiero que los inútiles sigan con lo suyo o no… — Murmuraba en el camino. — Mientras más inútiles más trabajo para solucionar sus cagadas, ¿no? — Se respondería a sí mismo. Eran intentos desesperados por justificar lo que estaba a punto de hacer.
Tras el viaje llegaría a un extremo de la aldea, uno lo suficientemente aislado y recóndito para sentir que había viajado con todas las de la ley. Frente a sí se extendía un campo abierto acordonado por cinta de un color chillón. El espacio era tan amplio como para casi confundirse con el horizonte, y los pocos árboles secos que adornaban el erosionado suelo se mecían con las pocas corrientes de aire que lo alcanzaban. Por un instante no pudo evitar pensar que aquella escena era una que podía encontrar en sus tierras natales, pero no le prestaría atención al pensamiento por más que por un segundo.
— ¿Tú eres el asignado? — Preguntaría una voz femenina desde sus espaldas. El Jiki no había notado a nadie más ahí, por lo que se alteró por un instante antes de voltear. — Supongo que sí. Vas con la descripción. — Agregaría para girarse y darle la espalda al peliazul. Ahora que enfocaba algo distinto al campo abierto, el ojicarmesí notaría a un grupo de jóvenes reposando en la lejanía, quienes observaban a la chica y a él. — Así es, soy Arata. — Respondería, extendiendo su identificación. — Me tiene sin cuidado. No es nada personal, pero ninguno de nosotros va a mover el culo si pides ayuda. Para empezar estamos en esta situación de mierda por incompetencia de los superiores, y no son capaces siquiera de mandar a alguien que verdaderamente pueda solucionar el problema. No jodas. — Escupiría al suelo mientras señalaba a un costado. — Puedes tomar los banderines de ahí. Trata de no salpicar mucho hacia nosotros. — Tras lo dicho, se alejaría y se uniría al resto.
El peliazul soltaría un sonoro suspiro antes de volverse hacia los banderines. Antes de tomar unos cuantos con sus manos haría aparecer su calabaza para llevarse consigo una unidad de satetsu, que siempre le servía como una mano extra de necesitarla. La satetsu se amoldaría a sus ropajes quedando relativamente oculta. Esta vez sí tomaría varios banderines antes de adentrarse en el campo.
Y el infierno comenzaría.
La suerte normalmente estaba de su lado. Especialmente cuando las probabilidades estaban compartidas en un 50/50. Pero aunque no entendiese del todo las tendencias de la vida, cada paso era una sentencia a muerte. Accionó la primera mina, y tras un pequeño derrumbe en sus pasos llegaría una explosión de intensidad baja pero dolorosa. El escozor de la piel le haría saber que su ropa se había estropeado, y miraría a su alrededor víctima de la confusión. Los jóvenes reían allá en la seguridad de la lejanía.
Pero la capacidad de resolver estaba ahí siempre. Solo tenía que poner un poco más de su parte. Se abofeteó un par de veces y dio un par de pasos hacia atrás, quedando fuera del campo minado de nuevo. — ¿Ya te rindes? — Gritaría uno de los jóvenes. La iniciativa del Jiki, sin embargo, no se vería minada por tales comentarios. Con un gesto atrajo la otra unidad de satetsu que mantenía en su calabaza y juntaría las dos para luego separarlas de nuevo. Cada mano controlaba una unidad, y una de las nubes de arena se encargaría de tomar un banderín.
A partir de aquí el movimiento sería mecánico. Una unidad de satetsu tomaría la forma de un pie de tamaño considerable y se iría estrellando contra el suelo. En caso de no estallar, la otra unidad pondría un banderín. De esta forma iría peinando poco a poco el área y poniendo banderines. Él mantenía la distancia prudente para no perder el control de la arena y no verse envuelto en una explosión.
El trabajo sería lento pero seguro, nunca mejor dicho. Y le tomaría lo mismo que al sol terminar su recorrido. Los jovenes se habían ido, y solo quedaba la chica que le había recibido. Esta última no tendría otra más que aceptar el trabajo del Jiki, firmándole las formas requeridas para que este pudiese dar por terminada su misión. Tras esto, recogería su arena y se la llevaría por donde vino.
Para el peliazul el factor diferenciador, normalmente, era el dinero. Y se daba cuenta de ello mientras observaba con mucha atención y similar preocupación el folio que contenía la información de una misión que había aceptado. La hoja que en otrora probablemente estuviese pulcra ahora estaba llena de tierra y arrugada en los bordes. Según versaban las leyendas, esta misión llevaba tiempo en las carpetas de los oficiales encargados de asignarlas, pues aún cuando la paga fuese buena, pocos se animaban a tomar riesgos como los que requería la misión. Pero claro; cuando la paga resulta cuantiosa ningún riesgo podría considerarse demasiado grande para el Jiki.
Con sus ojos carmesí estudiaba el texto mientras dedicaba su diestra a rascarse la nuca. Por un instante, solo un instante, pensó que quizás se había sobre extendido. El subconsciente había prendido alarmas hace rato ya, y tras leer los detalles no conseguía sino agravar su propio malestar. Sin embargo, y más allá del orgullo o la vida, volver por el camino ya recorrido no era algo demasiado eficiente. Dejar una misión sin completar terminaría como una mancha en su historial que, a futuro, quizás le traería problemas económicos que no iba a enfrentar.
Independientemente de lo que su subconsciente tuviese para decir ya estaba embarcado en el viaje. Se movía por la aldea en dirección al punto de encuentro donde hablaría con el supervisor a cargo, y de allí comenzaría su tarea. — No sé si prefiero que los inútiles sigan con lo suyo o no… — Murmuraba en el camino. — Mientras más inútiles más trabajo para solucionar sus cagadas, ¿no? — Se respondería a sí mismo. Eran intentos desesperados por justificar lo que estaba a punto de hacer.
Tras el viaje llegaría a un extremo de la aldea, uno lo suficientemente aislado y recóndito para sentir que había viajado con todas las de la ley. Frente a sí se extendía un campo abierto acordonado por cinta de un color chillón. El espacio era tan amplio como para casi confundirse con el horizonte, y los pocos árboles secos que adornaban el erosionado suelo se mecían con las pocas corrientes de aire que lo alcanzaban. Por un instante no pudo evitar pensar que aquella escena era una que podía encontrar en sus tierras natales, pero no le prestaría atención al pensamiento por más que por un segundo.
— ¿Tú eres el asignado? — Preguntaría una voz femenina desde sus espaldas. El Jiki no había notado a nadie más ahí, por lo que se alteró por un instante antes de voltear. — Supongo que sí. Vas con la descripción. — Agregaría para girarse y darle la espalda al peliazul. Ahora que enfocaba algo distinto al campo abierto, el ojicarmesí notaría a un grupo de jóvenes reposando en la lejanía, quienes observaban a la chica y a él. — Así es, soy Arata. — Respondería, extendiendo su identificación. — Me tiene sin cuidado. No es nada personal, pero ninguno de nosotros va a mover el culo si pides ayuda. Para empezar estamos en esta situación de mierda por incompetencia de los superiores, y no son capaces siquiera de mandar a alguien que verdaderamente pueda solucionar el problema. No jodas. — Escupiría al suelo mientras señalaba a un costado. — Puedes tomar los banderines de ahí. Trata de no salpicar mucho hacia nosotros. — Tras lo dicho, se alejaría y se uniría al resto.
El peliazul soltaría un sonoro suspiro antes de volverse hacia los banderines. Antes de tomar unos cuantos con sus manos haría aparecer su calabaza para llevarse consigo una unidad de satetsu, que siempre le servía como una mano extra de necesitarla. La satetsu se amoldaría a sus ropajes quedando relativamente oculta. Esta vez sí tomaría varios banderines antes de adentrarse en el campo.
Y el infierno comenzaría.
La suerte normalmente estaba de su lado. Especialmente cuando las probabilidades estaban compartidas en un 50/50. Pero aunque no entendiese del todo las tendencias de la vida, cada paso era una sentencia a muerte. Accionó la primera mina, y tras un pequeño derrumbe en sus pasos llegaría una explosión de intensidad baja pero dolorosa. El escozor de la piel le haría saber que su ropa se había estropeado, y miraría a su alrededor víctima de la confusión. Los jóvenes reían allá en la seguridad de la lejanía.
Pero la capacidad de resolver estaba ahí siempre. Solo tenía que poner un poco más de su parte. Se abofeteó un par de veces y dio un par de pasos hacia atrás, quedando fuera del campo minado de nuevo. — ¿Ya te rindes? — Gritaría uno de los jóvenes. La iniciativa del Jiki, sin embargo, no se vería minada por tales comentarios. Con un gesto atrajo la otra unidad de satetsu que mantenía en su calabaza y juntaría las dos para luego separarlas de nuevo. Cada mano controlaba una unidad, y una de las nubes de arena se encargaría de tomar un banderín.
A partir de aquí el movimiento sería mecánico. Una unidad de satetsu tomaría la forma de un pie de tamaño considerable y se iría estrellando contra el suelo. En caso de no estallar, la otra unidad pondría un banderín. De esta forma iría peinando poco a poco el área y poniendo banderines. Él mantenía la distancia prudente para no perder el control de la arena y no verse envuelto en una explosión.
El trabajo sería lento pero seguro, nunca mejor dicho. Y le tomaría lo mismo que al sol terminar su recorrido. Los jovenes se habían ido, y solo quedaba la chica que le había recibido. Esta última no tendría otra más que aceptar el trabajo del Jiki, firmándole las formas requeridas para que este pudiese dar por terminada su misión. Tras esto, recogería su arena y se la llevaría por donde vino.