Las enormes estatuas roídasdas por el tiempo casi perdidas en el paisaje adornaban el horizonte con la luna en medio de ellas , aunque parcialmente destruidas, se erguían como silenciosos testigos de su paso. Sus sombras proyectadas por los relámpagos creaban un escenario casi apocalíptico. Shikagetsu apenas podía oír sus propios pensamientos por el rugido constante de la tormenta y el estruendo de los truenos que sacudían la tierra bajo sus pies.
La lluvia caía en gruesas gotas, empapándolo por completo, pero no disminuía su velocidad. El suelo se había convertido en un lodazal resbaladizo, dificultando su avance, pero sus pies encontraban tracción incluso en las peores condiciones. La cascada que caía entre las estatuas parecía un torrente salvaje, alimentado por el diluvio, y las aguas del río rugían con una fuerza implacable.
De repente, un rayo cayó cerca, golpeando la superficie del agua con un estruendo ensordecedor y enviando chispas en todas direcciones. Shikagetsu sintió la descarga eléctrica vibrar en el aire y aceleró su paso, consciente de que debía salir del valle lo antes posible. Otro rayo impactó una de las montañas cercanas, desprendiendo rocas y tierra que cayeron ruidosamente, añadiendo una nueva capa de peligro al terreno traicionero.
Los relámpagos iluminaban el camino a intervalos irregulares, permitiéndole vislumbrar brevemente el sendero por delante antes de sumergirse nuevamente en la oscuridad. Shikagetsu aprovechaba esos momentos para ajustar su ruta, evitando las áreas más peligrosas y buscando el camino más seguro hacia la aldea oculta de la Hoja.
El viento aullaba, levantando hojas y ramas sueltas, azotando su rostro con una fuerza implacable. Pero Shikagetsu no se detuvo, su determinación firme como el acero.