Bosque de la muerte.
Horas de la tarde.
Los ideales, por más pequeños que fuesen, hacían juego con el mundo que les rodeaba para desembocar cual río en un lago de discordia. El andar de cada uno de los idealistas siempre les llevaba por el mismo camino; uno lleno de dolor y caos. Y es que, tanto como la historia se encargaba de repetir y recordar, no ha habido ni habrá cabida a un ideal sano y con futuro impoluto. El carmesí de la batalla pintaría, tarde o temprano, los ropajes de quienes quisieran dedicarse a marchar contracorriente.
Los soldados rasos y peones eran los primeros en notarlo. Hombres y mujeres de edades tan variadas como fenotipos, de todas partes del mundo, pero con especial concentración en el país del fuego, tenían un brillo especial en los ojos cuando el tamborileo de la batalla empezó a sonar. Todos, sin prácticamente excepción alguna, tenían más o menos un grado u otro de sed de protagonismo. Uno más que el anterior quería resaltar, y la ansiedad no tardó en aparecer junto con las sienes sudadas y las columnas vertebrales tensionadas.
Parecía ser el inicio de una batalla que terminaría el resto de las batallas, al menos en aquel país que les arropaba aquel día. Una obra que muchos sabían que vendría, sin duda alguna, pero que otros tantos no esperaban tal prontitud. Los actores tenían claro su papel, los más fuertes harían de las suyas para buscar que la balanza del poder se inclinara a su favor, y los más débiles buscarían volverse fuerte con las mieles agrias del combate.
— ¡EL FUEGO! — alzaría la voz uno de los oficiales de alto rango entre las filas rebeldes. — ¡EL FUEGO QUE CORRE POR LAS VENAS DE CADA UNO DE NOSOTROS! — los ojos de todo el improvisado pelotón se habían fijado cual imán al metal ante la vista imponente de un elocuente y capaz líder. — ¡A él debemos recurrir cuando la batalla llegue a nosotros! ¡En él encontraremos el camino hacia la victoria! ¡Que ninguno flaquee, y este miserable y moribundo imperio morderá el maldito suelo por fin! — aquel fuego que mencionaba hacía que sus palabras ardieran cual combustible en la mente de todos los más chicos -de rango, edad y poder por igual-. Los vitoreos no tardaron en darle la razón al discurso de guerra mientras, más lejos, empezaban a escucharse detonaciones y gritos.
Aquel pelotón estaba dispuesto a hacer que la guerra acabase en un par de instantes. Todos tenían claro qué hacer y cómo hacerlo. En sus mentes se había reproducido una y otra vez el cúmulo de batallas al que se iban a enfrentar, y todos los presentes terminarían borrachos en alguna plaza de un país del fuego, por fín, libre. El líder del pelotón no tenía una idea distinta. Él era, quizás, el más emocionado y preparado de todos. Sus palabras, su discurso, serían recordados por eones. Todos aguantaron la respiración cuando él dio un paso hacia la batalla, y ninguno alcanzó a pestañear antes de que una kunai se clavase en el entrecejo del pobre diablo.
“¿Cómo mierda puede morir por una simple kunai?” — fue el pensamiento que se cruzó por la mente de alguno, instantes antes de que el pelotón entero fuese arrollado por un grupo de fuerzas especiales del imperio.
Así la batalla no se extendería sólo a sectores aislados de aquel paraje boscoso. Múltiples detonaciones, gritos y ahora incluso maldiciones inentendibles se alcanzaban a escuchar entre los llantos de los caídos y los que estaban por caer. Bando y bando sufrían bajas que se contaban por decenas a cada minuto, y el caos era el esperado, por asombroso que pueda pensarse.
El campo era un terreno boscoso con densidad considerable. Había claros en los que la luz del sol de la mañana se colaba y dejaba ver los reflejos en los charcos carmesí que rodeaban los cuerpos. El olor a madera quemada, tierra mojada y sangre era lo que cada nariz era capaz de percibir. En cuanto al sonido, a lo antes mencionado se sumaban timbres metálicos de algunas armas chocando entre sí y con superficies sólidas, y unos cuantos nombres de técnicas gritados al aire por quienes se sentían protagonistas al hacerlo. El sabor era distinto para cada quien, especialmente quienes ya se encontraban en la lucha desde el inicio, pues algunos saboreaban sangre propia, otros ajena, pero siempre mezclada con la bilis producto de la tensión. El tacto, por supuesto, variaba también entre cada situación, pero todos parecían tener algo en común; sentían que la victoria y la vida se les escapaba de las manos.
En aquella danza sin maestro había tres principales grupos, de un bando contra otro. El bando de los rebeldes parecía luchar sin cuartel, a sabiendas de que perder la batalla era perder más que incluso la propia vida. Los imperiales parecían luchar de locales, aunque ciertos núcleos usaban técnicas y tácticas ajenas a lo que un oficial hecho y derecho del imperio usaría. Era imposible prestar atención a algo más de un segundo sin ser atacado por algún desocupado más o encontrarse en medio de la línea de fuego. Nadie resaltaba, todos eran números y estadísticas sin más.
Bosque de la muerte.
Horas de la mañana.
— Que ninguno de esos hijos de puta viva para contar esta historia. Que los cadáveres sean quienes la cuenten. Quiero llenar cada plaza del país con estacas y apilarlos uno sobre otro hasta que las malditas ideas de rebelión no existan. —
Aquella gélida órden hizo que más de uno de los presentes se miraran entre sí. La voz de la fémina era una que estaban acostumbrados todos a tomar como literal, aún en el más oscuro y sanguinario de los escenarios. Aquel calor que el caído caudillo rebelde estaba inspirando en su también caído pelotón hacía contraste perfecto con el frío miedo que ella inculcaba a los suyos. Estaba lejos del centro del campo de batalla, si, pero sus hilos parecían dominarlo todo. Una cantidad incontable de efectivos afines al imperio hacía su marcha hacia el bosque de la muerte, donde encontrarían no solo al enemigo, sino al destino mismo.
— Que el amanecer vea lo que nuestro Dios quiere para nosotros; un imperio más fuerte que nunca. —