Conocía poco del País del Agua, no conocía mucho de sus costumbres ni sabía qué clase de peligros o qué clase de gente me iba a encontrar. Pocas eran las veces en las había visitado aquellos lugares cuando era pequeña. Mis padres siempre decían que el Agua era muy ambiguo, que bien podías encontrar con gentes de lo más hospitalarias como lugares donde te apuñalarían por un trozo de carne caducado. Por mi parte sabía que eso significaba, literalmente, la descripción de lo que podía ser medio mundo. El día estaba nublado, la niebla en alta, por lo que se podía ver más o menos perfectamente. Las calles de aquel poblado estarían ligeramente tocadas por la nieve de finales de otoño, una capa de nieve casi imperceptible cubriría los tejados de aquellos edificios bajos. La Isla del Norte se conocía por ser un lugar muy devoto, muy arraigado a las viejas costumbres religiosas donde se veneraban según que deidades. Por mi parte no acostumbraba a crear en nada que no fuera mi propia voluntad, pero tampoco podía juzgar a nadie pues en más de una ocasión mi propia supervivencia parecía más bien ser un regalo divino que una propia acción hecha por el ser humano.
Mi camino era tranquilo, apenas llegaban a ser el medio día y la luz de la estrella que nos daba calor estaría dejando visión a todo aquel que quisiera ver. El poblado estaba tranquilo, no mucha gente por la calle y los que estábamos seguramente lo harían por la propia supervivencia de tener que laburar su comida casi de forma diaria. El frío haría que hubiera sacado la ropa más invernal que pudiera, mi parte inferior iría cubierta por un pantalón negro, bien ajustado, cuya tela era térmica y no dejaba pasar un ápice de frío. Mis pies si estaban ligeramente fríos, aunque llevara unas botas militares que me ayudarían a caminar por la fina nieve. En la parte superior llevarías varias capas de ropa, aunque lo visible sería un plumas verde oscuro, y la mitad de mi cara hacia abajo – desde más o menos la nariz – iría tapada por una bufanda de un verde un poco más claro que el de la chaqueta. El frío no entraría, aunque las manos y los pies siempre irían a diferente temperatura, eso era así por naturaleza.
Aunque las calles estuvieran medio nevadas, siempre había pisadas de la gente que iba y venía, que aunque no fuera mucha, sería la suficiente para que mis pies se movieran con tranquilidad sin miedo a caerme en aquel duro suelo. Caminaría en paz cuando mi estómago rugiera, tenía hambre, no había desayunado y mi cuerpo ya me pedía comer algo. No quería desayunar como tal, quería esperar un poco más para tomar el almuerzo, pero mis tripas no estaban muy de acuerdo, así que frené el paso cuando vi un puesto a lo lejos. Seguiría caminando y una vez que estuviera delante podría ver como el humo se haría paso saliendo del puesto. “Fideos Ichego, para el mundo entero”. Desde luego el nombre era un tanto extraño, aunque mi estómago no estaba para hacer muchas distinciones ni juicios innecesarios, por lo que simplemente me sentaría esperando a ser atendida por alguien. Hacía frío, pero aquel sitio estaba calentito, seguramente por la comida que allí servían. Así mismo, tras unos minutos esperando, aquel hombre de avanzada edad y sobrepeso en grado uno que me habría estado dando la espalda con los fogones encendidos, puso ambas manos en el mostrador y mirándome, preguntaría. – ¿Qué se te apetece, jovencita? – Su hospitalidad era clara, así como aquel bigote extremadamente llamativo que tendría. Parecía como si tuviera un gato acostado por encima del labio. Era gracioso, por lo que tardé un par de segundos en quitar la mirada de la mata de pelo y sonreír. – ¡Hola! Pues… no he desayunado nada y me gustaría probar algo, pero no tengo ni idea de que quiero, la verdad – Expresaría con una sonrisa un tanto vergonzosa mientras que mi rostro se ponía ligeramente rojo por el calor que desprendía aquel lugar, y por la vergüenza de que se hubiera dado cuenta. Aquel hombre alzó el dedo índice después de acariciar su bigote y me señaló. – Ya verás, ya verás, ¡te voy a preparar algo que te vas a chupar los dedos! Déjame que te sorprenda – Mencionó, y sin ni si quiera darme tiempo a responder, se daría la vuelta y se pondría manos a la obra. Yo me quedaría medio alucinada, pero dejaría que aquel hombre hiciera lo propio, entre tanto miraría las calles. Quizás podía acostumbrarme a vivir allí, aunque odiaba admitir que aquel temporal me tenía quemada.