La quietud que envolvía Kumogakure era engañosa, una calma tensa que precedía a la tormenta. En lo más profundo de la aldea, en una habitación oscura y casi vacía, Bakin Tajuken permanecía sentado, inmóvil como una estatua. La única luz provenía de una vela en la esquina, proyectando sombras largas y retorcidas que parecían danzar en las paredes. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, ahora eran abismos insondables, reflejando el vacío creciente en su mente. Sojin, su hermana gemela, permanecía parcialmente oculta en su hombro, sus ojos chispeando con una emoción que era una mezcla de malicia y placer.
—Hermano, ¿no los oyes? —susurró Sojin, su voz suave pero cargada de una emoción casi febril—. Están hablando de nosotros, planeando cómo detenernos. Están asustados.
Bakin no respondió al instante. Sentía los susurros de Sojin como un veneno que se filtraba lentamente en su mente, desmoronando las últimas barreras de racionalidad que le quedaban. Durante años, había mantenido el control, calculado cada movimiento con precisión quirúrgica, pero la presencia constante de Sojin y las atrocidades que juntos habían cometido empezaban a desgastar su mente. Lo que antes era una fría determinación, ahora era una vorágine de violencia y caos.
—No podrán —dijo finalmente, su voz profunda resonando en la habitación, carente de emoción.
La risa de Sojin fue un sonido perturbador, resonando en la pequeña habitación como un eco interminable.
—Claro que no. Son tan débiles, tan... humanos. Pero nosotros, Bakin, nosotros somos diferentes.
Bakin asintió lentamente, sus pensamientos un caos, pero con una certeza implacable. Desde aquella noche sangrienta en la aldea, sabían que sus días como shinobi normales de Kumogakure estaban contados. Habían cruzado una línea de la que no había retorno, y ahora, eran más que simples asesinos; eran abominaciones que la aldea misma había creado.
La puerta de la habitación se abrió de golpe, y un shinobi de alto rango entró, sus ojos llenos de una mezcla de miedo y resolución. Sabía lo que los Tajuken eran capaces de hacer, pero no tenía elección. La orden había sido dada.
—Bakin, Sojin —dijo el shinobi, su voz temblando ligeramente—. Los líderes han decidido que deben partir en una misión... esta misma noche.
Bakin lo observó en silencio, mientras Sojin, con una sonrisa torcida, inclinaba su cabeza hacia el shinobi, disfrutando del leve temblor en sus manos.
—¿Una misión? —preguntó Bakin, con una calma escalofriante—. ¿Cuál es el objetivo?
El shinobi tragó saliva, consciente de que estaba mintiendo, pero obligado a seguir el plan.
—Una pequeña aldea en la frontera... necesitan ser eliminados. Es una operación de limpieza.
Sojin soltó una carcajada corta, un sonido que hizo que el shinobi retrocediera un paso.
—Mentiroso —susurró ella, su voz goteando veneno—. Saben lo que somos. Saben que no pueden controlarnos. Esta es su trampa, Bakin. Quieren deshacerse de nosotros.
Bakin se levantó lentamente. Su mente, aunque fracturada, era lo suficientemente aguda como para reconocer la verdad en las palabras de Sojin. No eran estúpidos; sabían que este día llegaría. Lo habían esperado, anticipado con una mezcla de desdén y expectativa.
—Dile a tus superiores que aceptamos la misión —dijo Bakin, su voz sin emoción—. Pero deben saber que no volveremos.
El shinobi, asustado y confundido, se retiró rápidamente, dejándolos solos una vez más. Sojin observó a su hermano con una mezcla de satisfacción y orgullo.
—Esta es nuestra despedida, Bakin. La última vez que seguiremos órdenes. Después de esta noche, seremos libres.
—Libres —repitió Bakin en un susurro, mientras se giraba hacia la espada que descansaba contra la pared—. Libres para ser lo que siempre hemos sido.
Esa noche, los gemelos Tajuken se deslizaron fuera de Kumogakure, como sombras en la oscuridad, conscientes de que no volverían. Sabían que los líderes de la aldea no los dejarían marcharse tan fácilmente. De hecho, lo esperaban.
Al amanecer, cuando se acercaban al punto designado, los gemelos se detuvieron, sus sentidos alerta. No fue una sorpresa cuando, desde las sombras de los árboles circundantes, un escuadrón de élite apareció, rodeándolos en silencio. Eran los mejores de Kumogakure, guerreros entrenados para misiones suicidas, shinobi que no conocían el miedo. Pero en ese momento, enfrentados a Bakin y Sojin, incluso ellos sintieron una punzada de duda.
—Los líderes de la aldea han ordenado su eliminación —declaró uno de los shinobi, su voz firme—. Entreguen sus armas y tendrán una muerte rápida.
Sojin soltó una carcajada, un sonido tan lleno de desprecio que resonó en el claro, casi como un eco sobrenatural.
—¿De verdad creen que pueden matarnos? —su voz estaba cargada de burla—. Vengan entonces. Queremos disfrutar de esto.
Bakin permaneció en silencio, sus ojos escaneando a los shinobi que lo rodeaban, cada uno una amenaza mortal, pero no lo suficientemente fuerte para intimidarlo. La batalla comenzó en un parpadeo. Los shinobi atacaron en perfecta sincronía, pero los gemelos eran una fuerza imparable.
Bakin se movió con la gracia y precisión de una tormenta mortal, sus espadas cortando el aire y la carne con la misma facilidad. Cada golpe que daba era letal, desmembrando y destrozando a sus oponentes con una eficiencia aterradora. Mientras tanto, Sojin emergió completamente, tomando control de una de las extremidades de Bakin, y se regodeaba en la brutalidad del combate. Su risa maníaca resonaba en el aire mientras se deleitaba en el sufrimiento de los shinobi, prolongando su agonía siempre que era posible.
Uno de los shinobi, desesperado, logró acercarse a Bakin, su kunai brillando con veneno. Pero antes de que pudiera siquiera tocarlo, Sojin lo interceptó, clavando sus dedos en los ojos del hombre y arrancando su cabeza de un mordisco grotesco.
—¡Más, quiero más! —gritó Sojin, su voz resonando con un deleite salvaje.
Los cuerpos caían a su alrededor, la sangre manchaba el suelo como un río carmesí. Bakin cortaba a través de sus enemigos con una precisión inhumana, su mente ya completamente sumida en la locura. Los pocos shinobi que quedaban intentaron retroceder, el miedo finalmente rompiendo su disciplina, pero no había escapatoria.
El último shinobi, un joven de no más de veinte años, cayó de rodillas frente a Bakin, sus ojos llenos de terror y desesperación. Temblaba visiblemente, sabiendo que su fin estaba cerca. Bakin lo observó en silencio, su espada en alto, listo para asestar el golpe final. Pero antes de que pudiera hacerlo, Sojin emergió completamente, sonriendo de oreja a oreja.
—No tan rápido, hermano —susurró ella, controlando la mano de Bakin para detener el golpe—. Dejemos que este último sienta el verdadero terror.
Con una risa cruel, Sojin hizo que Bakin bajara la espada lentamente, solo para rasgar el pecho del shinobi, dejando que la sangre manara en un torrente. El joven gritó, un sonido desesperado que se cortó en seco cuando Sojin lo agarró por la garganta, mirándolo directamente a los ojos mientras la vida se escapaba de él.
—Dile... dile lo que viste aquí —murmuró Sojin, disfrutando cada momento de la agonía del joven—. Diles que ni siquiera la muerte podrá detenernos.
El joven cayó muerto poco después, y con él, la última esperanza de Kumogakure de detener a los gemelos Tajuken.
Bakin y Sojin se quedaron en silencio en medio de los cuerpos desparramados por el suelo, sus rostros y cuerpos cubiertos de sangre. La batalla había terminado, pero algo más había despertado en ellos esa noche. No eran simplemente shinobi renegados; se habían convertido en algo mucho más oscuro, una fuerza imparable que no conocía límites.
—Lo hicimos, hermano —susurró Sojin, satisfecha—. Somos libres. Libres para destruir, para hacer lo que queramos.
Bakin asintió, su mente completamente en sintonía con la de su hermana. Ya no había lugar para la racionalidad, para la frialdad calculada. Solo quedaban la violencia y el caos.
—Hermano, ¿no los oyes? —susurró Sojin, su voz suave pero cargada de una emoción casi febril—. Están hablando de nosotros, planeando cómo detenernos. Están asustados.
Bakin no respondió al instante. Sentía los susurros de Sojin como un veneno que se filtraba lentamente en su mente, desmoronando las últimas barreras de racionalidad que le quedaban. Durante años, había mantenido el control, calculado cada movimiento con precisión quirúrgica, pero la presencia constante de Sojin y las atrocidades que juntos habían cometido empezaban a desgastar su mente. Lo que antes era una fría determinación, ahora era una vorágine de violencia y caos.
—No podrán —dijo finalmente, su voz profunda resonando en la habitación, carente de emoción.
La risa de Sojin fue un sonido perturbador, resonando en la pequeña habitación como un eco interminable.
—Claro que no. Son tan débiles, tan... humanos. Pero nosotros, Bakin, nosotros somos diferentes.
Bakin asintió lentamente, sus pensamientos un caos, pero con una certeza implacable. Desde aquella noche sangrienta en la aldea, sabían que sus días como shinobi normales de Kumogakure estaban contados. Habían cruzado una línea de la que no había retorno, y ahora, eran más que simples asesinos; eran abominaciones que la aldea misma había creado.
La puerta de la habitación se abrió de golpe, y un shinobi de alto rango entró, sus ojos llenos de una mezcla de miedo y resolución. Sabía lo que los Tajuken eran capaces de hacer, pero no tenía elección. La orden había sido dada.
—Bakin, Sojin —dijo el shinobi, su voz temblando ligeramente—. Los líderes han decidido que deben partir en una misión... esta misma noche.
Bakin lo observó en silencio, mientras Sojin, con una sonrisa torcida, inclinaba su cabeza hacia el shinobi, disfrutando del leve temblor en sus manos.
—¿Una misión? —preguntó Bakin, con una calma escalofriante—. ¿Cuál es el objetivo?
El shinobi tragó saliva, consciente de que estaba mintiendo, pero obligado a seguir el plan.
—Una pequeña aldea en la frontera... necesitan ser eliminados. Es una operación de limpieza.
Sojin soltó una carcajada corta, un sonido que hizo que el shinobi retrocediera un paso.
—Mentiroso —susurró ella, su voz goteando veneno—. Saben lo que somos. Saben que no pueden controlarnos. Esta es su trampa, Bakin. Quieren deshacerse de nosotros.
Bakin se levantó lentamente. Su mente, aunque fracturada, era lo suficientemente aguda como para reconocer la verdad en las palabras de Sojin. No eran estúpidos; sabían que este día llegaría. Lo habían esperado, anticipado con una mezcla de desdén y expectativa.
—Dile a tus superiores que aceptamos la misión —dijo Bakin, su voz sin emoción—. Pero deben saber que no volveremos.
El shinobi, asustado y confundido, se retiró rápidamente, dejándolos solos una vez más. Sojin observó a su hermano con una mezcla de satisfacción y orgullo.
—Esta es nuestra despedida, Bakin. La última vez que seguiremos órdenes. Después de esta noche, seremos libres.
—Libres —repitió Bakin en un susurro, mientras se giraba hacia la espada que descansaba contra la pared—. Libres para ser lo que siempre hemos sido.
Esa noche, los gemelos Tajuken se deslizaron fuera de Kumogakure, como sombras en la oscuridad, conscientes de que no volverían. Sabían que los líderes de la aldea no los dejarían marcharse tan fácilmente. De hecho, lo esperaban.
Al amanecer, cuando se acercaban al punto designado, los gemelos se detuvieron, sus sentidos alerta. No fue una sorpresa cuando, desde las sombras de los árboles circundantes, un escuadrón de élite apareció, rodeándolos en silencio. Eran los mejores de Kumogakure, guerreros entrenados para misiones suicidas, shinobi que no conocían el miedo. Pero en ese momento, enfrentados a Bakin y Sojin, incluso ellos sintieron una punzada de duda.
—Los líderes de la aldea han ordenado su eliminación —declaró uno de los shinobi, su voz firme—. Entreguen sus armas y tendrán una muerte rápida.
Sojin soltó una carcajada, un sonido tan lleno de desprecio que resonó en el claro, casi como un eco sobrenatural.
—¿De verdad creen que pueden matarnos? —su voz estaba cargada de burla—. Vengan entonces. Queremos disfrutar de esto.
Bakin permaneció en silencio, sus ojos escaneando a los shinobi que lo rodeaban, cada uno una amenaza mortal, pero no lo suficientemente fuerte para intimidarlo. La batalla comenzó en un parpadeo. Los shinobi atacaron en perfecta sincronía, pero los gemelos eran una fuerza imparable.
Bakin se movió con la gracia y precisión de una tormenta mortal, sus espadas cortando el aire y la carne con la misma facilidad. Cada golpe que daba era letal, desmembrando y destrozando a sus oponentes con una eficiencia aterradora. Mientras tanto, Sojin emergió completamente, tomando control de una de las extremidades de Bakin, y se regodeaba en la brutalidad del combate. Su risa maníaca resonaba en el aire mientras se deleitaba en el sufrimiento de los shinobi, prolongando su agonía siempre que era posible.
Uno de los shinobi, desesperado, logró acercarse a Bakin, su kunai brillando con veneno. Pero antes de que pudiera siquiera tocarlo, Sojin lo interceptó, clavando sus dedos en los ojos del hombre y arrancando su cabeza de un mordisco grotesco.
—¡Más, quiero más! —gritó Sojin, su voz resonando con un deleite salvaje.
Los cuerpos caían a su alrededor, la sangre manchaba el suelo como un río carmesí. Bakin cortaba a través de sus enemigos con una precisión inhumana, su mente ya completamente sumida en la locura. Los pocos shinobi que quedaban intentaron retroceder, el miedo finalmente rompiendo su disciplina, pero no había escapatoria.
El último shinobi, un joven de no más de veinte años, cayó de rodillas frente a Bakin, sus ojos llenos de terror y desesperación. Temblaba visiblemente, sabiendo que su fin estaba cerca. Bakin lo observó en silencio, su espada en alto, listo para asestar el golpe final. Pero antes de que pudiera hacerlo, Sojin emergió completamente, sonriendo de oreja a oreja.
—No tan rápido, hermano —susurró ella, controlando la mano de Bakin para detener el golpe—. Dejemos que este último sienta el verdadero terror.
Con una risa cruel, Sojin hizo que Bakin bajara la espada lentamente, solo para rasgar el pecho del shinobi, dejando que la sangre manara en un torrente. El joven gritó, un sonido desesperado que se cortó en seco cuando Sojin lo agarró por la garganta, mirándolo directamente a los ojos mientras la vida se escapaba de él.
—Dile... dile lo que viste aquí —murmuró Sojin, disfrutando cada momento de la agonía del joven—. Diles que ni siquiera la muerte podrá detenernos.
El joven cayó muerto poco después, y con él, la última esperanza de Kumogakure de detener a los gemelos Tajuken.
Bakin y Sojin se quedaron en silencio en medio de los cuerpos desparramados por el suelo, sus rostros y cuerpos cubiertos de sangre. La batalla había terminado, pero algo más había despertado en ellos esa noche. No eran simplemente shinobi renegados; se habían convertido en algo mucho más oscuro, una fuerza imparable que no conocía límites.
—Lo hicimos, hermano —susurró Sojin, satisfecha—. Somos libres. Libres para destruir, para hacer lo que queramos.
Bakin asintió, su mente completamente en sintonía con la de su hermana. Ya no había lugar para la racionalidad, para la frialdad calculada. Solo quedaban la violencia y el caos.