Las arenas del desierto daban paso a esa enorme ciudad de arenisca y piedra, de casas altas de ventanas amplias y calles llenas de tiendas de tela en donde se encontraba de todo. La gente paseaba día a día, comprando y vendiendo artículos, bajo el inclemente sol.
Por suerte, me había hecho de un shemag blanco que envolvía toda mi cabeza y cuello, dejando solamente espacio para mis ojos, los cuales cubrí con lentes negros para el sol, escondiendo mi mirada reptiliana que podría resultar llamativa para la gente.
Había estado ahí, estudiando al enemigo, buscando a los miembros de la Yakuza e identificando poco a poco los puntos de interés.
Me detenía de cuando en cuanto en los puestos, observando mercancía, comprando bebidas y pasando como un mercader curioso. Mis amplias ropas blancas me permitían guardar objetos debajo, así mismo podía tomar nota de lo que veía con cierta privacidad.
Mientras avanzaba, noté que se erigía un enorme edificios de arenisca, un edificio cuadrado con una cúpula encima, de estilo árabe, con decenas de entradas desde donde se extendían pasillos empedrados, en cuyos lados se extendían más tiendas de mercaderes. Iba gente con mulas y camellos, otros con costales, muchos otros con carretas y el lugar era un bullicio, como un panal repleto de abejas pero en su lugar eran personas.
-Debe ser el bazar- dije, acercándome hacia el lugar. Podía notar que, entre los puestos, en las entradas y en el techo había gente malencarada, muchos con tatuajes y otros les faltaban dedos. Todos ellos miraban a todos con recelo, armados con katanas o ballestas, con los nervios al tope y listos para atacar a cualquiera que resultase un estorbo u objetivo.
Debían ser miembros de la Yakuza.
Me adentré al mercado. Había un enorme puesto de animales exóticos, todos ellos en cientas de cajas y jaulas para contenerlo.
-Vengan, vengan, traigo una genuinas cobras albinas-decía el mercader con acento árabe. Me detuve un momento para ver la serpiente, blanca como yo. Sentía pena por el animal, a la vez que admiración.
Me entretendría un rato viendo aquel animal blanco como la nieve, siseando y amenazando con su capucha a aquel mercader, quien la manipulaba perfectamente con las manos.
Por suerte, me había hecho de un shemag blanco que envolvía toda mi cabeza y cuello, dejando solamente espacio para mis ojos, los cuales cubrí con lentes negros para el sol, escondiendo mi mirada reptiliana que podría resultar llamativa para la gente.
Había estado ahí, estudiando al enemigo, buscando a los miembros de la Yakuza e identificando poco a poco los puntos de interés.
Me detenía de cuando en cuanto en los puestos, observando mercancía, comprando bebidas y pasando como un mercader curioso. Mis amplias ropas blancas me permitían guardar objetos debajo, así mismo podía tomar nota de lo que veía con cierta privacidad.
Mientras avanzaba, noté que se erigía un enorme edificios de arenisca, un edificio cuadrado con una cúpula encima, de estilo árabe, con decenas de entradas desde donde se extendían pasillos empedrados, en cuyos lados se extendían más tiendas de mercaderes. Iba gente con mulas y camellos, otros con costales, muchos otros con carretas y el lugar era un bullicio, como un panal repleto de abejas pero en su lugar eran personas.
-Debe ser el bazar- dije, acercándome hacia el lugar. Podía notar que, entre los puestos, en las entradas y en el techo había gente malencarada, muchos con tatuajes y otros les faltaban dedos. Todos ellos miraban a todos con recelo, armados con katanas o ballestas, con los nervios al tope y listos para atacar a cualquiera que resultase un estorbo u objetivo.
Debían ser miembros de la Yakuza.
Me adentré al mercado. Había un enorme puesto de animales exóticos, todos ellos en cientas de cajas y jaulas para contenerlo.
-Vengan, vengan, traigo una genuinas cobras albinas-decía el mercader con acento árabe. Me detuve un momento para ver la serpiente, blanca como yo. Sentía pena por el animal, a la vez que admiración.
Me entretendría un rato viendo aquel animal blanco como la nieve, siseando y amenazando con su capucha a aquel mercader, quien la manipulaba perfectamente con las manos.