Antes de salir, revisé mi equipo: una libreta de bocetos, varios lápices, y mi confiable kunai, por si acaso. Caminé hacia los límites de la aldea donde los árboles comenzaban a densificarse. El sol apenas asomaba, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rosas. A medida que avanzaba, el sonido de la aldea se desvanecía, reemplazado por el canto de los pájaros y el crujir de las hojas bajo mis pies.
Mi primer encuentro fue con un grupo de pequeños conejos. Me agaché detrás de un arbusto y observé. Noté cómo su pelaje se mezclaba perfectamente con el entorno, un camuflaje natural contra depredadores. Dibujé sus formas redondeadas y orejas alertas, capturando cada detalle en mi libreta.
Continué mi caminata y pronto me topé con un riachuelo. Allí, la vida era aún más abundante. Un par de ciervos bajaban cautelosos a beber. Me mantuve a distancia, usando técnicas de sigilo que había aprendido como ninja. Observé la elegancia con la que se movían, cómo sus ojos escaneaban el entorno. Eran criaturas majestuosas, y esforzándome, logré plasmar su nobleza en el papel.
A medida que el día avanzaba, el calor traía consigo otros retos. Insectos zumbaban alrededor, y pude ver varios tipos de aves que se lanzaban en picada para capturarlos. Cada especie tenía su método, su técnica. Algunas utilizaban la velocidad, otras la sorpresa. Me escondí tras un árbol y dibujé estas interacciones, impresionado por la complejidad de estos ecosistemas.
El sol comenzaba a ponerse. En una clara del bosque, un zorro apareció. Su pelaje anaranjado resplandecía con los últimos rayos del sol. Era el cierre perfecto para mi día de campo. Con movimientos rápidos pero detallados, capturé su figura esbelta y mirada astuta en mi libreta.
A medida que el cielo se tornaba un lienzo estrellado, decidí establecer un pequeño campamento. La noche traía consigo nuevas criaturas y comportamientos que valía la pena documentar. Encendí una pequeña fogata, no solo por el calor, sino también para atraer a algunos insectos nocturnos. No pasó mucho tiempo antes de que una variedad de polillas y otros pequeños seres alados danzaran alrededor de la luz. Observé sus patrones de vuelo, los distintos tamaños y los colores que se iluminaban bajo el fuego. Cada detalle era una obra de arte en movimiento, y con manos cuidadosas, trasladé estas escenas a mi libreta, intentando que cada trazo capturara la esencia de su fugaz belleza.
La noche profundizó y con ella llegó el sonido de pasos cautelosos en la periferia de la luz de mi campamento. Un pequeño grupo de tejones emergió, husmeando en busca de restos. Estos animales, usualmente esquivos durante el día, se revelaban bajo el velo de la oscuridad. Me mantuve inmóvil, casi sin respirar, mientras observaba cómo interactuaban entre sí, mostrando una dinámica social que raramente se veía. Sus pequeños ojos reflejaban la luz del fuego mientras cavaban y jugueteaban. El dibujarlos no solo era un ejercicio de precisión, sino también de rapidez, capturando sus movimientos y expresiones en el papel antes de que desaparecieran de nuevo en la oscuridad.
Antes de que el alba rompiera, una última observación marcó el cierre de mi jornada. Desde la distancia, el sonido de un gran depredador rompió el silencio nocturno. Un leopardo de las nieves, raro y majestuoso, se dejó ver en la cima de una colina cercana. Su pelaje, una mezcla de grises y blancos, lo hacía casi indistinguible entre las rocas. Su presencia era un recordatorio de la profundidad y la majestuosidad de la naturaleza que nos rodea. Mientras lo dibujaba, sentí una profunda conexión con el entorno, una mezcla de respeto y asombro que solo un ninja que se convierte en testigo de tales momentos puede experimentar.