Pasado el mediodía.
Con cada movimiento de su mandíbula, por más minúsculo que fuese, aquel crujir desalmado invadía sus alrededores. Había tantísimo silencio que no era posible ignorarlo. Y, lo que es más, tal martirio parecía adrede. El ojicarmesí estaba apoyado en una de las varias paredes que adornaban el callejón, delimitando el paso y creando un cuello de botella que, al final, desembocaba en una de las calles principales que rodeaban la entrada a la aldea.
Ya el sol había marcado el paso tras el mediodía, y sus funciones -en teoría- estaban a punto de terminar. Por ello entre la impaciencia y el aburrimiento le habían hecho la jugarreta de traerle a la mente una idea ya desechada, pero que no pudo evitar colarse entre aquellos cajones del “¿Y si esta vez sí funciona?”.
Sin embargo, con un gesto amargo impreso en el rostro haría el fugaz movimiento para para del bolsillo izquierdo de su sobretodo una pequeña libreta con su respectivo lápiz, y escribiría algo del orden de “Sigue sabiendo a mierda”. Acto seguido, con su opinión clara y plasmada sobre el papel, escupiría el manojo de arena que había estado mascando hasta ahora. — ¿Tan asquerosa es la comida de acá que prefieres comer arena? — Preguntó una voz inicialmente incorpórea cuya fuente se dejaría ver al cruzar la esquina más alejada del callejón, en dirección al Jiki. — No es eso. ¿Sabes cuánto ahorraría si pudiese vivir a base de arena? Una vez leí que los antiguos habitantes de Sunagakure usaban arena para condimentar sus platos. — Respondió el peliazul mientras dirigía la mirada hacia el recién llegado, reconociendo desde incluso antes por su voz. — Aunque no sabría decir si por iniciativa propia o mala suerte. — Al terminar agregando se reincorporaría, dejando de apoyarse contra la pared del callejón.
Con poco más que un bufido irónico el recién llegado se sacudiría la insensatez del oriundo del desierto para entrar en materia de lo que lo llevaba allí. Este alcanzó un pequeño trozo de papel de su bolsillo, que iría destinado a la mano extendida de Arata, quien no tardaría mucho en leerlo. Sabía lo que significaba aquello; nuevas órdenes. Y por tanto, más paga. — ¿Otro descarriado? — Preguntó el de ojos rojos, a lo que su compañero de profesión asentiría antes de dejar el sitio con paso tan simple como llegó.
No era extraño que en estos tiempos se decidiera impulsar una vigilancia personal a extranjeros que entrasen en la casilla de sospechosos, y cuando alguno pasaba cerca de algún punto de control era seguido tanto como se pudiese. Arata no era demasiado entusiasta de tal tarea, porque al final siempre resultaban ser falsos positivos. Además, el criterio tampoco estaba muy claro, ¿Era necesario perseguir a cualquiera que luciera un tanto extravagante? Todos terminaban siendo inadaptados o mercaderes, o ambas al tiempo.
Pero no iba a ser él quien se quejase, si al fin y al cabo tocaba seguir -o fingir que seguía- a un extraño por un par de momentos hasta que terminase entrando a un bar o cosas del estilo, y luego iría por su paga.
No invertiría mucho esfuerzo en ubicar al objetivo, pero andaría por los caminos principales de las afueras de la aldea en caso de tener la suerte -o desdicha- de toparse con él o algún otro conocido.