Última modificación: 31-07-2023, 09:34 AM por Namida.
24 de junio, año 15 D.K.
Aquel día los dioses volcaron su bendición sobre el pueblo regalando a los habitantes una mañana fresca, pero agradable y muy soleada. El cielo azul lucía desprovisto de nubes, y reflejaba su color intenso en las aguas calmas que con suave vaivén acariciaban las orillas de la isla.
Alrededor del templo de las Doce Gotas las cigarras celebraban con su característico sonido la llegada del verano. Haces de luz se abrían paso entre el follaje de los árboles, que proyectaban sus sombras danzantes sobre las escaleras que llevaban al santuario, iluminando y oscureciendo los vetustos peldaños de piedra por los que una joven mujer de cabello platino y tez azulada descendía lentamente. Regresaba a su hogar después dejar en el templo ofrendas y oraciones para los dioses, como acostumbraba a hacer cada mañana.
Su casa no quedaba muy lejos, así que llegaría pronto. La joven vivía en una minka antigua y tradicional, con su característico techo de paja, ubicada en lo que antes supo ser una zona más bien rural. Los años habían visto a la isla crecer, y el paisaje fue cambiando mucho, pero a pesar del inexorable paso del tiempo su humilde morada se mantenía en su lugar firme y en pie, con los fūrin de cristal que colgaban en la entrada y tintineaban mecidos por la brisa.
—¡Oneesama! —En el portal de la casa, un rostro familiar esperaba para recibirle—. ¡Oneesama, feliz cumpleaños! —diría, antes de extender delante de ella sus manos pequeñas, ofreciéndole un paquete bien envuelto en un pañuelo de color rojo con dibujos de diminutas flores blancas.
—Misato-chan, muchas gracias. —Sonriendo dulcemente, la mujer se inclinó hacia la niña para aceptar el regalo—. ¿Qué será? Vamos a verlo adentro —le dijo después, apartándole del rostro un mechón de cabello castaño.
Ese día celebraba su cumpleaños número treinta y tres.
Sentada en seiza junto a la mesa de la sala, la muchacha deshizo el nudo que protegía el obsequio y retiró el pañuelo, encontrándose con una cajita pequeña. Llevaba una nota escrita a mano que decía "Para Aoko. Feliz cumpleaños". Miró a la más pequeña con una sonrisa, y destapó la caja. En su interior hallaría una reluciente perla negra natural que destellaba hermosas tonalidades oscuras, verdes y azuladas, ante los ojos de oro que la contemplaron con emoción.
—Misato-chan, no debiste. —Negó con la cabeza.
—¿No te gusta? La conseguí en el puerto. Quería dártela con un colgante, pero no tuve tiempo suficiente para prepararlo —explicó la niña, apenada.
—Me encanta. Es preciosa. —Volvió a sonreír, y se estiró para rodear a la pequeña con un brazo y apegarla contra su cuerpo, estrechándola con cariño—. Gracias. Ahora la voy a guardar, pero la próxima vez que bajemos al pueblo podemos llevarla con un joyero para que le haga un bonito engarce. —Propuso—. ¿Qué te parece?
—¡Bien! —asintió—. Ve a guardarla. Pero date prisa, porque iré a buscar el pastel.
—¿Pastel? —La sorpresa le arrancó otra sonrisa—. Entonces deberías decirle a Kaito, seguro no querrá perdérselo.
Al ver que Misato salía corriendo con entusiasmo, la joven envolvió una vez más la cajita con el pañuelo y se dispuso a guardarla en un lugar seguro. Abandonó la sala y caminó hasta su cuarto, y una vez allí apoyó el pequeño paquete sobre la cama. Junto a esta, se arrodilló en el suelo de madera y estiró el brazo derecho para buscar, sin necesidad de ver, aquello que sabía estaría ahí debajo. Cuando su tacto encontró el objeto, lo arrastró hasta ponerlo delante de sus ojos y con la misma mano retiró la fina capa de polvo que lo cubría. Se trataba de un pequeño cofre de madera con grabados, donde guardaba celosamente sus objetos más preciados. Al quitar el seguro de bronce y levantar la tapa, descubrió el interior. Llevaba mucho tiempo sin revisar aquel cofre repleto de recuerdos, y un sentimiento de añoranza la invadió de inmediato cuando notó que lo primero a la vista era una vieja fotografía de ella junto a sus hermanos. La tomó para mirarla de cerca, pero al levantarla se topó con algo más. De todo lo que había ahí dentro, un objeto en particular destacaba entre el resto: Era una pequeña caracola blanca, puntiaguda, toda salpicada con pintas de color café.
La fotografía pasó entonces a un segundo plano, y la dejó sobre la cama junto al obsequio de Misato. Ambas manos se estiraron para coger la caracola con delicadeza, y un profundo suspiro se le escapó al contemplarla con nostalgia. Aquella era una caracola mágica, una caracola muy especial que contenía en su interior una canción eterna.
Acercó la caracola a su cabeza y apoyó la abertura contra su oreja, con los ojos cerrados, esperando oír su canción de mar: El arrullo de las olas, los susurros de viento y de sal. Y pudo escucharlo todo. Y por un breve instante se teletransportó a otro lugar. A ese lugar, a ese momento. Las sensaciones fueron llegando de a una; la arena en los pies, la brisa en el rostro, el sonido de las aves...
Sin embargo, no pudo encontrar aquellos ojos entre la densa bruma. Se había ido.
—Oneesama. —La voz de la niña la sacó abruptamente del trance, y despegó la caracola de su oreja al mismo tiempo que giraba la cabeza en dirección a la puerta del cuarto. Al percatarse de la expresión intranquila de la menor, su semblante se tornó serio.
—Misato, ¿todo bien? —preguntó, mientras devolvía con prisa los objetos al cofre.
—Es... Kaito-san.