[Privado] Umibe 海辺
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Pasado el mediodía, la marea baja había dejado expuesta una extensa orilla rocosa a la que las olas pequeñas parecían llegar sin ganas, apáticas, moviéndose en un vaivén lento y monótono que era impulsado por los frescos suspiros de mar. Sobre el agua calma se reflejaban los tonos pálidos de un cielo plomizo, y el trazo recto del horizonte se desdibujaba entre nubes gordas que seguramente, más tarde, llevarían a la isla un poco de lluvia.

Aprovechando la bajamar y el clima propicio, igual que lo hacían ciertas aves marinas, Namida y Misato llegaron a la playa para explorar las protuberancias y cavidades inundadas de las rocas que habían quedado visibles y sobresalían en la arena. Entre los huecos e irregularidades, estaba lleno de vida; desde crustáceos que se escondían en algún recoveco, anemonas firmemente adheridas a las piedras, y hasta peces y moluscos que no habían logrado escapar a tiempo de los refugios que se convertían en mortales trampas rocosas cuando el agua bajaba de nivel. Pero lo que más abundaba en aquel sitio, y lo que ambas muchachas habían ido a buscar en primer lugar, eran las algas. Estas, además de ser un super alimento lleno de propiedades, servían como ingrediente para la fabricación de ciertas medicinas y suplementos.

Después de encontrar una buena ubicación, Namida tomó lugar sobre una roca grande y dejó que la menor se aventurara en la extensión de la playa. De la misma forma que ella lo había aprendido de su madre muchos años atrás, le había enseñado a Misato a distinguir, escoger y recolectar los tipos de criaturas y algas comestibles que vivían entre las rocas. Ahora, bajo la vigilancia atenta y protectora de la Hoshigaki, la pequeña podía realizar la tarea por su cuenta y poner en práctica los conocimientos adquiridos, saltando entre las piedras resbaladizas con cuidado y destreza y recogiendo algas y también crustáceos y bivalvos, si acaso se topaba con alguno y tenía la suerte de que no se lo arrebataba de las manos una gaviota hambrienta. 

De a ratos corría hacia la joven tiburón para enseñarle algún hallazgo interesante, y luego continuaba con su búsqueda. Pero en una de esas idas y vueltas decidió clavar sus pies en la arena y se tomó un momento para descansar y apreciar la inmensidad del azul junto a la Hoshigaki. 

Pronto decidió romper el silencio, y sin apartar del horizonte su mirada curiosa Misato preguntó:

Oneesama... ¿por qué será que el agua de mar es salada?
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Última modificación: 22-08-2023, 03:36 AM por Kurosame.
OST


La existencia del tiburón era un eterno vaivén de nostalgia, un flujo constante de sentimientos melancólicos que prefería no revivir. El implacable pasado le provocaba un dolor que intentaba sepultar, pero cuanto más luchaba por apartarlo, más vívidamente los recuerdos lo asaltaban con su impetuosa fuerza. A veces, entre los escombros de esos recuerdos, surgían destellos de momentos felices, fragmentos dorados de los mejores instantes de su vida, para luego desvanecerse y dejar atrás la cruda realidad. Apenas lograba rememorar los últimos quince años; una década y media que se desvanecía con la rapidez de un suspiro. Sin embargo, la verdadera tortura radicaba en los momentos en que permitía que su mente divagara y cerraba los ojos, permitiéndole revivir los días de mayor felicidad y plenitud. Esos momentos de dicha resaltaban solo la crudeza de su presente, como si el destino se burlara de él. Su existencia actual estaba forjada por decisiones y errores propios, y no le quedaba otra opción más que cargar con ese peso.

Parece que lloverá.

Tenía la tarea de cumplir un recado en la Isla del Norte, una tarea casi insignificante que solo serviría para consumir su tiempo. La única ventaja era que podría disfrutar de unos días de tranquilidad mientras completaba sus obligaciones en aquel rincón insular. La playa le proporcionaba un tipo de serenidad en ese clima templado, y a pesar de sus reticencias, inevitablemente lo llevaba a recordar los días en los que aguardaba en la orilla de la playa, esperando un ansiado reencuentro. Con el paso del tiempo, se había convertido en una suerte de ritual involuntario: visitar la playa, aunque fuese brevemente, cada vez que tenía la oportunidad. Aunque resultaba utópico, el simple hecho de estar allí le infundía cierta calma, como si lanzara un llamado silente al destino, en espera de que éste le diera una respuesta.

Caminaría descalzo, deleitándose con la sensación de la arena acariciando sus pies con cada paso. Se sentaría frente a las aguas plácidas y tranquilas, permitiendo que las olas lamieran sus pies. Y permanecería allí, con la mirada perdida en el horizonte, absorto e hipnotizado por el danzar de las olas mientras desafiaba los dulces e intrusivos recuerdos de un pasado que anhelaba dejar atrás.
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El espontáneo interrogante de la niña provocó que una expresión de sorpresa se dibujara en el rostro de la Hoshigaki. De inmediato recordó aquella fábula que su madre le había contado alguna vez, años atrás, cuando ella le presentó una duda similar. Se trataba de una historia fantasiosa, por supuesto, pero dejaba una moraleja clara y sencilla que le pareció interesante trasmitir a la pequeña Misato.

Bueno, una vez mi madre me contó una historia sobre eso —dijo Namida, enderezando su postura y preparándose para reproducir el relato tal y como Kozame se lo había enseñado—. Hace mucho tiempo, habían dos hermanos...

Ah, no, ya sé —interrumpió muy tranquila, sin apartar su mirada del azul—. Es por las lágrimas de los tiburones. No se nota, porque viven bajo el agua, pero ellos también lloran. Debe ser muy triste estar solo todo el tiempo, ¿no crees? —resolvió, como una verdad absoluta, y segurísima de lo que había dicho se echó a correr para continuar con sus tareas, dejando a Namida boquiabierta y con una historia que apenas empezaría a relatar. Misato ya había sacado su propia conclusión, sabría Dios de dónde. La mayor simplemente sonrió ante semejante ocurrencia por parte de una niña de siete años, pero al repasar con detenimiento aquellas palabras terminaría llegando a una reflexión mucho más profunda.



Al retomar con su búsqueda entre las rocas, la de cabello castaño descubrió a un pequeño pez de brillantes colores que se movía apenas en el incómodo y reducido espacio inundado de un hueco en la piedra. Le dio mucha pena ver a la criatura ahí, expuesta a los depredadores y dependiendo de la marea para regresar a su hogar, así que decidió recogerlo y llevarlo ella misma hasta el mar. Sin embargo, a pesar de su buena intención, las cosas no saldrían como esperaba. Al momento de sacar al pez del charco, una gaviota oportunista cruzó a toda velocidad y se lo arrebató de las manos. La niña comenzó a correr detrás del animal, gritándole -como si pudiese entenderle- que devolviera el pez. Pero tras volar unos largos metros a baja altura, el ave finalmente se elevó hacia el cielo y fue imposible alcanzarla. Misato protestó, dando pisotones en la arena. Quiso salvar a un pobre pez y acabó por resolver el almuerzo de una gaviota.

Molesta por lo sucedido, se disponía a regresar cuando su atención fue captada por un tercero. Adelante, a una corta distancia, lograría distinguir la solitaria figura de un hombre que permanecía sentado en la arena, muy cerca de la orilla. En principio, lo llamativo para la niña fue el color azulado de su piel, para ella tan familiar como exótico. Pero además de eso, Misato, que había sido siempre una muchacha muy perceptiva, pudo notar un aura gris que flotaba como una enorme nube de lluvia sobre el gran tiburón, quien parecía sumido en una profunda melancolía. 

Curiosa, y hasta un poco preocupada, decidió acercarse sin temor alguno a aquel desconocido. 

Hola —saludó—. ¿Qué haces sentado aquí solo? ¿Estás triste? —se apresuró a preguntar, con su vocecita suave y amigable. Entonces se arrodilló en la arena frente a él, e inclinó ligeramente la cabeza para observarlo con detenimiento.
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Aún sumido en sus pensamientos mientras contemplaba el suave movimiento de las olas durante el breve instante en que permanecería allí sentado, pronto se vería pronto interrumpido. No tenía la intención de quedarse mucho tiempo; apenas un par de minutos como máximo y luego se levantaría para proseguir con sus labores. Tan solo cumplía con el breve ritual para sentirse un poco más relajado. Sin embargo, su ensimismamiento habría alcanzado tal grado que, pese a sus agudos instintos como shinobi, no percibiría a una pequeña niña acercándose a él. Kurosame giraría la cabeza con lentitud, rompiendo el hechizo en el que se hallaba inmerso, regresando a su habitual forma de ser.

Hola. Respondería devolviendo el saludo, con una cálida sonrisa. La niña, seguramente atraída por la curiosidad hacia su inusual tonalidad azul, se habría acercado después de haberlo observado desde la distancia. Ésta inquiriría sobre su motivo para estar allí sentado. Tras una breve pausa, pensativo, respondería: Estoy de viaje ahora mismo y decidí tomar relajarme un rato en la playa y disfrutar de las olas. Ignoraría la segunda pregunta, ya que no tenía de una respuesta sencilla; era prácticamente imposible para él experimentar tristeza. Mi nombre es Kurosame Hoshigaki. Se presentaría. ¿Y tú, señorita...? Diría dejando un espacio para que la niña lo completara con su nombre, y a su vez, le ofrecería su diestra para un apretón de manos con la usual formalidad que distinguía al tiburón. ¿Y a ti, qué te trae a este lugar?
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Como ecos rebotando en las paredes de su mente, los dichos inocentes de Misato continuaban resonando en la cabeza de la Hoshigaki. Sus ojos dorados navegaron, mirando sin mirar, entre las nubes oscuras que lenta y silenciosamente se acercaban a la costa acarreando consigo la tormenta. Mientras pensaba en el significado metafórico de aquellas palabras, comenzó a sentir que el aire se volvía más denso y, aunque al principio no prestó mucha atención, cuando los vellos de su cuerpo se erizaron entendió que algo estaba sucediendo. 

Al abandonar aquel breve estado de trance, giró la cabeza buscando a Misato pero a simple vista no pudo ubicarla. Afilando la mirada recorrió velozmente la playa, primero observando hacia la derecha, luego hacia la izquierda, pero tampoco pudo ver a la niña más allá de la orilla rocosa que se extendía hacía el norte. Entonces se puso de pie y se acercó hasta donde llegaban las olas para buscar en el mar. 

¡Misato! —llamó. No estaba.



El tiburón había recibido a la pequeña amablemente, mostrándose abierto a la conversación. A pesar de que en apariencia podía parecer un poco intimidante, la menor creyó que era una persona muy agradable y se sintió cómoda de inmediato.

Me llamo Misato —se presentó, esbozando una amplia sonrisa, y estrechó con su mano pequeña la diestra azulada que ofreció el otro.— Yo estaba recogiendo algunas algas que crecen allí, en las rocas, y entonces me encontré con un pececito atrapado y quise ayudarlo y devolverlo al mar, pero cuando lo tomé en mis manos apareció una enorme gaviota y me lo quitó, y aunque la perseguí no pude alcanzarla... y se lo comió —explicó, relatándolo todo sin detenerse a respirar, visiblemente desilusionada.



Habiendo avanzado unos cuantos metros, Namida logró distinguir apenas, más allá del límite de las rocas, el vestido rosa que Misato llevaba puesto. Se había alejado bastante, y al parecer también había encontrado compañía.

¿Qué está haciendo? —se preguntó. Aunque sabía que la niña era una criatura sociable, no la dejaría hablando sola con un desconocido, así que decidió acercarse. Bastó con dar unos pocos pasos más para darse cuenta de que ese aire denso que había sentido antes era en realidad una energía pesada, poderosa, y que le resultaba extramente familiar. Sin embargo, la sensación no fue positiva, de hecho encendió una alarma en su interior.



A la pequeña le llamaba mucho la atención la piel azulada de Kurosame, ya que no había conocido jamás a otra persona con las mismas características que Namida y su hermano, y se preguntaba si acaso tendrían algo que ver entre sí. No hizo interrogantes directas, pues no quería sonar grosera, pero quiso comentar algo al respecto. 

¿Sabes? Te pareces mucho a m-..

¡Misato! 

La voz interrumpió a la niña, que giró su cabeza y por sobre el hombro pudo ver la figura pequeña de Namida a la distancia, todavía muy lejos, pero acercándose lentamente. No quería meterse en problemas, así que decidió responder al llamado.

Uy, lo siento, debo irme —expresó por lo bajo, apenada, pero no tardaría en manifestar una idea y cambiar el semblante—. ¡Ya sé! ven conmigo, te la presentaré —propuso, y jaló del brazo del tiburón incitándolo a levantarse. Confiando en que él la seguiría, se largó al trote para reencontrarse con la Hoshigaki.
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Última modificación: 23-08-2023, 06:02 AM por Kurosame.
Un placer conocerte, Misato. Expresaría con amabilidad. En lo que duraba un respiro, Misato relataría la cruel historia de un desafortunado pequeño pez al cual, de un modo u otro, le habría llegado su hora. A veces la naturaleza es impredecible, pero hiciste lo correcto al querer salvar al pececito. No era necesario ofrecer una reflexión sobre la historia, y seguramente la niña no prestaría mucha atención. Sin embargo, eran estas pequeñas acciones las que revelaban la auténtica naturaleza de una persona. Apenas la conocía, pero sabía que Misato era una niña de buen corazón. Aún así, seguía siendo un tanto gracioso la manera en que la chica contaría la historia.

La pequeña seguiría hablando, pero justo en ese instante sería interrumpida.

...

Ni siquiera haría falta que el nombre de la niña terminara de pronunciarse. La esencia de una voz que ya casi se había perdido en el recuerdo, pero que luchaba por no ser olvidada. Cada poro de su piel cobraría vida durante un instante, transformándose en un lienzo de sensaciones, emergiendo como un susurro en el alma. Era un testimonio físico de lo que se manifestaría frente a él. Aunque el destino seguro le jugaba sucio, burlándose de él.

Kurosame giraría la cabeza al mismo tiempo que Misato, reconociendo una figura en la distancia, aunque todavía incapaz de identificarla. Casi demasiado tarde notaría cómo la niña tiraba de su brazo, y Kurosame reaccionaría instintivamente, levantándose de la arena. Sacudiría ligeramente su cuerpo, aún descalzo, y se alzaría nuevamente. Misato ya habría empezado a dirigirse hacia la figura distante, pero el tiburón seguiría inmóvil por un breve momento.

Luego, después de un segundo adicional, daría el primer paso. Después, el segundo. Y el tercero. Los granos de arena se aferrarían a sus pies mojados, cada paso sintiéndose más pesado y desafiante. Temía a la nueva realidad que se avecinaba, porque esa voz nunca la habría olvidado a lo largo de los años, y ante el mínimo indicio de esa voz, sofocado por años de arrepentimiento, deseaba a su vez negar que pertenecía a quien sospechaba.

El nombre se atascaba en su garganta, habiendo pasado mucho tiempo desde que lo pronunciara, tan solo en sus sueños más vívidos y dolorosos. Seguiría los pasos de la niña, asegurándose de no perderla de vista mientras se aproximaba cada vez más a la figura distante que había llamado su nombre, la figura dueña de esa voz.

Namida.
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Namida notó que Misato respondía a su llamado y daba la vuelta para regresar, así que continuó caminando hacia ella con la intención de acortar los menos de cien metros de playa que las separaban y alcanzarla en el trayecto. Pudo ver que a espaldas de la niña la otra figura se erguía, alta y fornida, y aunque la distancia no le permitía vislumbrar su rostro aún, si podría reconocer el inconfundible color de su cabello y de su piel. Todo el cuerpo se le estremeció de pronto bajo un gélido espeluzno. Ni en sus más disparatados pensamientos hubiese podido anticipar que una ingenua acción de la inocente Misato acabaría por desatar un tifón.

La pequeña llegaba al trote, ansiosa. Quería contarle a su hermana mayor que se había topado con alguien muy similar a ella, y presentárselo. Sin embargo, el brillo en sus ojitos café cargados de ilusión se disipó cuando notó que el habitual semblante dulce y amable de la mujer que conocía se había borrado de su rostro por completo. Nunca antes había visto en ella una expresión similar, una mirada tan fiera que por primera vez en su corta vida le inspiró gran temor. Supo que algo andaba mal.

Namida estiró el brazo izquierdo para recibirla, deteniendo su andar. La niña tomó lugar junto a ella y se aferró rápidamente a la protectora mano azul, preocupada, ya que no comprendía por qué razón la mayor había adoptado una actitud seria y reticente hacia su nuevo amigo.

Misato, regresa a la casa —Le pidió, manteniendo un tono de voz bastante tranquilo, pero firme.

La pequeña entendió que se trataba de una orden a la que no podía ni debía oponerse, así que no hizo cuestionamientos. Tan solo se giró para ver al tiburón por última vez, antes de irse, y cargando consigo su pequeña bolsa llena de algas y objetos de mar se marcharía caminando a espaldas de la Hoshigaki. Ella se adelantaría algunos pasos, procurando una salida segura para la niña, sin despegar en ningún momento su mirada atenta del hombre que tenía en frente.

Quince veranos habían pasado y sin embargo tanto tiempo no bastó para prepararla para ese momento. Hasta parecía que el destino cruel se burlaba de ella, plantando un escenario tan similar al de ese primer día; Encontrándolos en aquel lugar, donde el mar besaba la orilla, donde descansaban la espuma y la sal. Una vez más, sería la playa donde las miradas de oro se reconocerían mutuamente.

Pero aunque sus ojos parecían los mismos, Namida sabía que ya nada era como antes. Sabía que él ya no era ese hombre que conoció entre las olas y la niebla, a quien le entregó sin dudar su corazón. Ese que alguna vez luchó a su lado por un mismo ideal, dispuesto a dejarse la vida en el intento. Mismo ideal por el cual tantos años atrás ella decidió resignar su nombre y abandonar su vida, su hogar y su amor. Todo eso él lo había pisoteado al entregar su lealtad a un Impero tirano que sin piedad arrasó con lo que una día ambos juraron proteger, y que arrebató, entre tantas otras cosas, las vidas de sus seres queridos. Desde entonces, Kurosame se convirtió en su enemigo.

La angustia no tardó en trepar por su pecho y hacer nido en su garganta, pinchando, presionando. Los orbes dorados, envueltos en lágrimas de rabia, brillaron detrás de una mirada filosa y desafiante. Aquella herida de traición que llevaba oculta y que nunca sanó, ahora volvía a sangrar. Y latía, y dolía. 

No podía soportarlo. Nunca lo perdonaría.
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En la vida del tiburón, existían ciertos antes y después. Cuatro momentos que habían dejado una huella imborrable y lo habían transformado para siempre. El primero de esos momentos, para él, había sido cuando perdería a uno de sus hermanos en la guerra. Toda su familia, destinada a caer bajo el mismo trágico destino, convertida en mártires en la maquinaria bélica de la Niebla. El segundo momento había sido la partida de su padre, quien le había inculcado su brújula moral y sembrado en él un sentido de deber hacia su país y su aldea. Kurosame cumpliría ese papel siguiendo su propio juicio, el cual no siempre sería el correcto.

El tercer momento le enseñaría que la vida no era únicamente sacrificio y deber, y que quizás él también podría aspirar a su propia felicidad mientras continuaba sirviendo. En una playa lluviosa, un día de encuentro casual, Namida Hoshigaki entraría en su vida. A partir de ese entonces, Kurosame anhelaría no compartir el mismo destino que sus hermanos, al menos no a temprana edad. Por primera vez, deseaba vivir.

El cuarto momento, el más oscuro y devastador de su existencia, tendría lugar en Yūgata, cuando Kami-sama se coronó vencedor de la guerra y del mundo. Kurosame pensaría que habría perdido a la única persona que daba significado a su vida más allá del deber hacia su tierra. Cuatro momentos cruciales.

Y ahora, aún sin percatarse, estaría experimentando el quinto momento.

Namida… está viva.

Se aproximó más a ella, acortando la brecha entre los hilos invisibles que conectaban sus almas. Ahí estaba, en carne y hueso, exactamente como la tenía en su memoria. La misma Namida Hoshigaki que había dejado una huella profunda en su corazón, y que él creía que el destino le había arrebatado años atrás. En su interior, el tiburón experimentó una emoción extraña, una que no había sentido en quince años. Alegría. Genuina y auténtica alegría. Durante tanto tiempo había creído haberla perdido, y ahora su alma no podía sino manifestar el alivio y la felicidad al verla de nuevo. No podía precisar cuántas veces había imaginado ese momento, incluso en sus sueños más dolorosos. Y ahora era la plena realidad.

Pero no sabía cómo enfrentarla. Kurosame era consciente de todas sus decisiones y errores, y ahora debía vivir con las consecuencias de sus actos.

Frente a ella, distanciados por unos diez metros, dejaría de avanzar. No podía avanzar más, porque en Namida detectaba el repudio que ella sentía hacia él, y no podía culparla. Kurosame no sabía cómo reaccionar o qué decir. Era posible que Namida supiera que él seguía vivo, dado su papel influyente en el Imperio. Aún así, ella nunca había intentado ponerse en contacto durante todos estos años. La verdad era que la reconocía, pero no sabía quién era la Namida Hoshigaki que se encontraba frente a él en ese momento. No había palabras que pudiera pronunciar para redimirse, y aun así, no podía desperdiciar ese momento.

Guardó silencio, resistiendo la mirada aguda y desafiante de la mujer, mientras se encontraba cara a cara con las lágrimas que brotaban de los ajenos ojos dorados. No era lo que ansiaba presenciar, pero poseía la suficiente claridad mental para comprender la reacción visceral que su presencia había desencadenado. A pesar de su esfuerzo por mantener una expresión seria y mesurada, los ojos dorados del tiburón no podían disimular el brillo de lágrimas contenidas, reflejo de la alegría que sentía al volverla a ver. Quería sonreír genuinamente en ese instante, pero sabía que debía controlarse.

A lo largo de todo este tiempo... He revivido una y otra vez los encuentros en aquella playa nublada. A pesar de todo, sigo siendo ese mismo chico, Namida.
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Última modificación: 25-08-2023, 12:45 AM por Namida.
Namida mantuvo sus pies descalzos bien plantados en la arena. No retrocedería, pero tampoco se adelantaría más. Simplemente permaneció inmóvil y atenta, muy tensa, mientras Kurosame continuaba acercándose. Él avanzaba suavemente y con calma, como si no quisiera espantarla. Pero ante cada paso que daba, ella se sentía más nerviosa, como una fiera acorralada.

Cuando el tiburón finalmente se detuvo, a unos diez metros de distancia, se hizo un silencio sepulcral. Hasta pareció que las olas habían frenado su constante vaivén, acallando los eternos ecos de mar, y que las aves habían quedado mudas y expectantes ante semejante choque fortuito. El tiempo pareció detenerse también, y cada segundo que pasaba, de pie frente a él, se sentía como un siglo para la joven angustiada. Pero los pensamientos no descansarían, y continuarían rebotando y cruzándose por su cabeza a toda velocidad.  

¿Qué haría? Ahora que él sabía que ella estaba viva, ¿Qué pasaría?

Cerró los puños y los apretó con fuerza, sintiéndose impotente al revisar sus posibilidades. No podía huir, pero tampoco podía dejarlo ir, ni provocar un disturbio. Todas las opciones que alcanzaba a considerar significaban problemas. Si la verdad llegaba a oídos de los altos mandos, ¿Qué iban a hacer con ella? ¿Qué pasaría con su familia? Sabía que su exilio podía considerarse traición a la patria, y que fingir su propia muerte y resguardarse bajo una nueva identidad era un completo delito. 

Finalmente él rompería el silencio, sacándola del tortuoso torbellino de interrogantes que era su mente. El sonido de su voz, ya más madura por el paso del tiempo, haría estremecer entera su anatomía. En algún momento el rencor había hecho que dejara de esforzarse por conservar su recuerdo, y sin embargo, si revisaba en su memoria, aún podía identificarla claramente.

Las palabras que Kurosame pronunció la dejaron atónita, y por un instante sintió que se ablandaba. Aquellos encuentros en la playa... ¿Cuántas veces los había evocado? ¿Cuántas noches las pasó en vela, soltando lágrimas y hondos suspiros dedicados a su recuerdo? ¿Cuántas veces hurgó en ese cofre, buscando algo con lo que pudiese conjurar su imagen, sus ojos, su olor?. No podía ni contarlas.

En un intento por evadirse de aquellos pensamientos, sacudió la cabeza repetidas veces. Habían pasado quince años. Estaba segura de que si ella ya no era la misma, entonces él tampoco.

No —refutó, sin titubear—. Sé perfectamente quien eres y en lo que te has convertido. Ese chico que conocí en la playa... ya no existe.

Las lágrimas rebeldes desbordaron del oro y surcaron la tez azul, pero su fiera expresión no cambiaría. Sentía tanta bronca y dolor que no lograba ver nada más allá de eso, y con la razón obnubilada por la intensidad de los sentimientos no intentó contener la energía que fluiría por su cuerpo hasta sus manos, las cuales ahora brillaban envueltas en un azulado y amenazante fulgor.
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OST


La atmósfera de ese encuentro vibraba con tensión, una tensión que se podía palpar en el aire. Namida permanecía inmóvil, implacable, aunque su semblante no conseguía disimular las lágrimas y el dolor que la embargaban. A pesar de las circunstancias, Kurosame, sorprendentemente, experimentaba una corriente de alegría que continuaba esforzándose por contener. Había logrado lo inimaginable al ver su figura nuevamente, y enfrentarse así a la única dueña de su corazón.

Sin embargo, a partir de ese punto, el futuro se tornaba incierto para él y le resultaba indiferente lo que le depararía el mañana. Namida, sin lugar a dudas, lo detestaba, y eso explicaba por qué nunca lo contactaría durante todo ese tiempo. Seguro ella olvidaría el dulce pasado que habrían compartido. Aquella primera vez en la que danzaron juntos sumergidos en el agua, y el segundo encuentro en el que en sus labios exploraría un océano de contrastes, en un instante efímero pero inolvidable, como el roce de una pluma sobre la piel. Merecía su resentimiento, su repudio y su desprecio; después de todo, había arrojado sus ideales para servir a quienes destrozarían su futuro juntos. Si tan solo no la hubiera perdido aquel día en Yūgata, el destino de Kurosame podría haber sido diferente. Más de una década de vida se vería eclipsada por compartir un fugaz instante más a su lado. Pero el tiempo ya no estaba a su favor. Era demasiado tarde. Ahora, al saber que ella seguía viva, que incluso había acompañado a una adorable niña a recoger algas, tal como ella inocentemente solía recolectar caracolas en la playa, Kurosame finalmente podría aceptar su destino inexorable.

Existe, nunca dejó de existir. Diría. Renunciaba a la discusión porque no esperaba que Namida creyera en los vestigios de su ser pasado. Y tenía razones para desconfiar. Nadie jamás sabrá de este encuentro, ni diré nada al respecto. Y si así lo deseas, jamás regresaré ni me verás por el resto de nuestras vidas. Lo prometo. Aseguró. El vidrio de sus ojos reflejaban la presencia de Namida, pero se contendrían. Ella era la única capaz de tocar la fibra más vulnerable de su ser. Me alegra mucho que estés viva. Expresó, su voz quebradiza por un fugaz instante. Soy muy feliz. Una sola gota de felicidad se deslizó por su mejilla.

Y la reacción de Namida era predecible ante el resplandor que emanaba de sus manos. Era como si todo hubiera convergido hacia ese punto inevitable, y en el fondo, sabía que así debía ser. No me resistiré. Admitiría. Si alguien merece hacerlo, eres tú. Grabaría en su memoria ese último momento, antes de cerrar sus ojos como hojas que caen en el otoño. Listo para aquel desenlace ansiado, alegre.
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Última modificación: 25-08-2023, 10:31 PM por Namida.
Como si fuese capaz de adivinar cuales eran las preguntas que hacían maraña en su mente, Kurosame dio respuesta a las inquietudes de la Hoshigaki. Claro, él también era consciente del problema que significaba para ella verse descubierta, y prometería desaparecer y guardar consigo aquel secreto. Pero por mucho que jurara y perjurara, ¿Cómo podía Namida fiarse de sus palabras? Aunque sentía la imperiosa necesidad de creerle, en su cabeza las alarmas advertían que confiar en él sería como firmar una sentencia de muerte. «Vendrán por mi », se repetía, y aunque no temía perder su propia vida lo que sí le preocupaba era exponer a Misato y Suien a un inminente peligro.

Llegaría entonces a una desesperada conclusión: La solución no era escapar, ni matarlo, si no morir. Ese era su último y más importante recurso, ya que solo así lograría darle fin al asunto sin dejar cabos sueltos que pudieran poner en riesgo a su familia.

Pero él tenía otra idea.

Al oír sus palabras finales, absolutamente abrumada por una ola de intensos sentimientos, se vio incapaz de seguir sosteniendo la dureza de su semblante y este se aflojó. Su boca se curvó hacia abajo en una mueca de angustia y tembló su mentón, al igual que sus manos, las que volvería a cerrar en puños apretados haciendo un esfuerzo inútil por no perder el control de su propio cuerpo. Quiso moverse hacia adelante y actuar, provocarlo a combatir, pero sus piernas no responderían.

Kurosame estaba entregándose y poniendo voluntariamente la vida en sus manos, sin resistencias ni objeciones. Sin embargo, aunque lo aborrecía, aunque se sentía traicionada y lo veía como un enemigo, entendió que no podría lastimarlo. Y no por temor a las represalias de atacar directamente a un miembro del consejo, si no porque simplemente no podía hacerlo. Fue con aquella franca muestra de vulnerabilidad cuando súbitamente lo reconoció. En el fondo, todavía era él.

Las cejas finas se doblaron juntándose en un ceño arrugado y por primera vez bajó la guardia, agachando levemente la cabeza. La mirada que hasta entonces había clavado sobre él como un arpón ahora perdía el filo, y la expresión de sus ojos dejaba ver la profunda tristeza que llevaba escondida bajo la máscara del rencor. Y es que junto a la herida de la traición había otra más grande y más dolorosa; Aquella provocada por la pérdida de un amor que ante una serie de circunstancias y decisiones se vio abruptamente interrumpido. Las esquirlas de una ilusión hecha añicos aún estaban ahí, después de quince largos años, clavadas tan hondo en su pecho que a pesar de haberlo intentado fueron imposibles de remover.

Levantó apenas las manos y por un breve instante observó sus palmas, que aún brillaban envueltas en chakra, y entonces, considerando una precipitada decisión, torció la diestra y la sostuvo apuntando firmemente hacia su propio corazón. No veía otra salida. Hasta el final protegería a los que amaba, incluyéndolo a él.

Lo siento —le dijo, con voz temblorosa—. Ya no puedo fiarme de ti.
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Última modificación: 26-08-2023, 05:58 AM por Kurosame.
Convencido de que este capítulo marcaría el cierre de la historia del tiburón, sellando un destino que ya no necesitaba abrirse nuevamente. Se hallaba ahí, vulnerable, listo para pagar el precio de sus errores pasados. Bastaba que Namida actuara y acabara con él, y así ambos alcanzarían la culminación de esta bella historia fortuita, tejida en la orilla misma del mar.

Pero Namida no actuó en contra de él, en cambio, su voz y sus palabras lo trajeron de vuelta a la realidad. Ante él, una vez más, el peor de sus miedos se manifestaría. Justo cuando lograría aquel ferviente e imposible anhelo de verla viva una vez más y el momento del castigo merecido había llegado, ella no avanzó hacia él. Por el contrario, se mantuvo ahí. La energía que irradiaba de su diestra no iba dirigida a Kurosame. Namida estaba dispuesta a lo impensable.

Su corazón, como un reloj de arena dejando caer los últimos granos, sacudió cada fibra de su ser. Kurosame, con un paso tembloroso, se precipitó hacia adelante, consciente de que se quedaba sin tiempo. Pero sus palabras, cargadas de un desesperado ruego, buscaron penetrar la corteza emocional de Namida.

¡Namida, detente! La voz resonó con una intensidad que llevaba consigo la esencia misma de su angustia. Vive. Su voz temblorosa trajo consigo un paso más, un intento desesperado de detener la tragedia latente. Por favor, escúchame antes de actuar. Cada palabra resonaba en el espacio tenso que los separaba.

Otro paso marcaría su avance. Renunciaré a todo. Al imperio. A ti. A mi vida. El compromiso ardiente de sus palabras se fusionó con otro paso, uno que apenas parecía acercarlo al abismo que separaba sus existencias. ¡Creí que te había perdido! Y perdí las fuerzas de seguir. Me convertí en un cascarón vacío, pensé que había muerto junto a ti. No fui lo suficientemente valiente.

Otro paso, y sus palabras evocarían memorias compartidas. Todo este tiempo, anhelé verte una vez más. Y ahora, estás aquí. Y eso es suficiente, no necesito más. Recuerda aquel día, la primera vez que nos cruzamos, te pregunté si te alejarías. Y esperé día tras día para volverte a ver. Te pedí que no te apartaras de mí. Te lo pido, no te alejes.

Con cada palabra, con cada paso, sus almas se entretejían más íntimamente. Cada oración, como un hilo dorado de esperanza, buscaba enraizarse en el corazón de Namida. Y mientras Kurosame avanzaba, sabía que el tiempo estaba a punto de colapsar, determinando el rumbo de lo que aún faltaba por escribirse en la historia de ambos tiburones.
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Última modificación: 29-08-2023, 02:34 AM por Namida.
Siempre supo que el momento llegaría. Tarde o temprano alguien descubriría la verdad, y ella tendría que tomar la decisión más adecuada para proteger a su familia y resguardar además toda esa valiosa información que alguna vez se le confió como shinobi. Sin embargo, el desenlace retorcido que el destino le había preparado de ninguna forma lo había podido anticipar.

¿Por qué tenía que ser él testigo de su último aliento?

Tal vez, a lo mejor, morir frente al único hombre que amó era el castigo que merecía.

El corazón galopaba con fuerza, tan ansioso como temeroso ante la idea de verse liberado de la prisión de carne y hueso que era su pecho. Solo tomaría un instante enterrar la palma filosa en el esternón y silenciar los latidos, cumpliendo no solo con su deber si no además quitándose de encima y de una vez por todas el insoportable peso de la culpa. Esa culpa que arrastraba por la cobardía que la llevó a huir en lugar de luchar hasta el final y morir con honor defendiendo aquello en lo que creía. Quince años existiendo entre las sombras, sirviendo al prójimo en un intento por enmendar sus errores, refugiándose en la fe para convencerse de que su vida aún tenía valor y sentido. Nada de eso había sido suficiente para compensar las faltas.

Respiraba profundo, a punto de ejecutar su movimiento final, cuando Kurosame la detuvo con su voz y con su ruego. Tal y como si hubiese caído víctima un hechizo, la Hoshigaki ya no pudo moverse y se quedó petrificada en el lugar. El tiburón quería evitar la tragedia, y comenzó a avanzar mientras ponía en palabras su verdad, una verdad que Namida desconocía. Expuso abiertamente su dolor y su sentir, y ella recibió aquellas palabras como vidrios que se le incrustaron en la propia carne.

En sus hombros se cargaba ahora otro gigantesco sentimiento de culpa y responsabilidad. Si tan solo le hubiese buscado a tiempo, no habría condenado al amor de su vida a padecer durante tantos años el dolor de creerla muerta. Pero ella fue egoísta y cobarde, y se tardó demasiado en llegar a él. Cuando descubrió que formaba parte de las filas del Imperio lo dio por perdido y no se atrevió a confrontarlo. Prefirió dejar a un lado todo lo vivido y mantenerse oculta e incubando su rencor.

Incapaz de seguir soportando tanta presión, sus piernas ya flojas terminaron cediendo. Lentamente se fue deslizando en la arena hasta acabar de rodillas, con la falda de su blanco vestido desparramado en la arena. Las manos perdieron el brillo azul y se aferraron firmemente a la tela que cubría su regazo, que no tardaría en humedecerse bajo un cálido aguacero de lágrimas. 

Lo siento —repitió, entre débiles sollozos—. Lo siento, lo siento, lo siento.

Cabizbaja y encorvada, con el cabello de plata que llovía sobre sus hombros y su rostro, yacía en medio de la playa como una flor triste y marchita, desprovista de toda fortaleza y voluntad. 

Yo tampoco fui valiente. Ni puedo serlo ahora.

Apretó los dientes y los puños también, luchando por no quebrarse, pero no lograría contenerlo más y finalmente se rompió. El nudo de angustia amarrado a su garganta se soltó en un doloroso quejido y Namida comenzó a llorar, como una niña, desbordada y sin consuelo.
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Las palabras del tiburón lograron detener a Namida en el intento contra su propia vida. No comprendía del todo lo que estaba sucediendo; su mente estaba en un estado de caos, apenas capaz de procesar la realidad del momento. Era Kurosame quien merecía enfrentar las consecuencias de sus actos, pero de alguna manera inexplicable, Namida estaba a punto de llevar a cabo un acto contra sí misma. Si lo consumaba, ese acto arrastraría al tiburón hacia un abismo profundo y sin escapatoria.

A medida que se acercaba, los latidos del tiburón se intensificaban, como tambores resonando más y más con cada paso. Sentía que las cadenas que habían aprisionado su ser durante años se aflojaban. Ese anhelo, que había sido solo una fantasía distante, ahora se estaba convirtiendo en realidad. La fantasía de tenerla cerca, al menos una vez más.

El resplandor en las manos de Namida se desvanecería a la vez que su figura caía al suelo, y cada parte de él sentiría su caída con una intensidad abrumadora. Un dolor agudo se anidaría en su pecho, el dolor de presenciar sus lágrimas, un recordatorio de su propia culpa. Sin embargo, en ese instante, comprendió todo mejor: mientras él lamentaría día tras día su ausencia, ella estaría lamentando la existencia misma de alguien a quien una vez amó. La ausencia de Namida era una tortura que apenas él podía soportar, pero la existencia de un irreconocible Kurosame, para ella, era una agonía aún más insoportable.

Tan solo bastaron tres pasos más y la distancia de más de una década desaparecería por completo. Kurosame se inclinaría hacia abajo, permitiendo que una de sus rodillas se hundiera en la cálida arena mientras el resto de su cuerpo se sostenía con firmeza. Ahora, estaba a la misma altura que una frágil Namida, cabizbaja y vulnerable.

No. Murmuró, negando lentamente. Te fallé a ti.

En ese momento, como una respuesta al anhelo profundo, la diestra del tiburón buscaría la mano de Namida, la misma mano que poco antes brillaría amenazante. La simple sensación del roce de su piel sería suficiente para encender un fuego ardiente en su pecho, y su cuerpo entero se tensaría ante la abrumadora realidad que estaba viviendo. Era como si emergiera de un abismo oscuro tras tantos años y finalmente sintiera de nuevo los rayos cálidos del sol en su rostro. Las yemas de sus dedos apenas se atreverían a rozar la suavidad de su palma, temiendo que un contacto demasiado intenso pudiese romper el delicado momento.

No busco una oportunidad ni espero algún día me perdones. Con timidez, la mano izquierda del tiburón se aventuró al rostro de Namida, tal como si el deseo de tocarla fuese egoísta en sí mismo. Pero... permíteme este momento contigo. Susurró en un tono casi etéreo.

En un movimiento cuidadoso y deliberado, la mano del tiburón se deslizó hasta que solo la yema de su dedo corazón rozó sutilmente el rostro de Namida. Con una delicadeza palpable, exploró su piel, mientras el resto de la mano quedaba arropada en el manto platinado de su cabello. En un gesto más intrépido, posó entera la palma en su mejilla, mientras podía sentir atrás en la distancia los mechones de su cuello.

Con gentileza, elevó el rostro de Namida, aún humedecido por las lágrimas que habría derramado. Estar tan inexplicablemente cerca de ella le permitió redescubrir la mirada que había perdido hace más de una década, la misma que lo había cautivado desde el principio. En un instante interminable, revivió una y otra vez aquel primer encuentro entre la espuma del mar y la densa niebla. Y así, reconoció a la mujer de la que se había enamorado y que había permanecido en su corazón a lo largo de todos esos años.

A pesar de todo, sigues siendo esa misma chica, Namida.
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Esa barrera de tiempo y dolor que por tantos años los separó finalmente se vio reducida a nada cuando Kurosame tomó lugar delante de Namida, inclinándose y poniéndose a su altura. Él reconoció su falla con honestidad, pero ella no le contestó. Ni siquiera se atrevió a levantar la cabeza y mirarlo a los ojos, menos aún cuando notó que la mano de él se posaba sobre la suya con temerosa delicadeza, como si no quisiera espantarla. Sin embargo, la joven no se apartaría. Al sentir el suave cosquilleo que dejaron los trazos de los dedos al pasar, su puño cerrado se aflojó. Y de la misma forma que una flor abre sus pétalos para recibir el sol de la mañana, extendió la palma y la giró después bajo la mano del otro, redescubriendo así el anhelado tacto de su piel, ese que alguna vez, erróneamente, creyó haber olvidado.

El tiburón volvería a hablar, mientras que su otra mano se acercaba intrépida al rostro de la muchacha y rozaba apenas la tez azul, atreviéndose finalmente a posar la palma entera sobre su mejilla. Otra vez, ella no contestaría. Perdida en la sensación de las caricias Namida acomodó su rostro sobre la mano cálida, como un dócil animal que deseaba con ansias sostener el contacto, y cerró los ojos.

Hasta que él la obligó a mirarle.

Solo entonces levantó la vista, y sus ojos de ámbar se encontraron con el amanecer contenido en la ajena mirada de oro. Después de mucho tiempo, finalmente podía ver el sol. Febo no había vuelto a brillar en su cielo desde que el camino que ambos jóvenes transitaban juntos se bifurcó. Ese día las estaciones dejaron de cambiar, y durante quince largos años solo reinó el invierno. Pero ahora, como si él portara el fuego en una mano y cargara en la otra primaveras, pudo sentir que donde el tiburón posaba su tacto el invierno comenzaba a ceder, y en su lugar se sembraban flores y se impregnaba el calor. Y súbitamente su corazón recobraría la fuerza, y comenzaría a quemar dentro del pecho, ardiente como un tizón. Tanto tiempo estuvo dormido, enjaulado como pájaro cautivo, y despertaba ahora de su letargo al reconocer el calor de su amo. Porque ese corazón le pertenecía a él. Toda la vida le pertenecería a él. 

Los ojos de Namida volvieron a brillar envueltos en lágrimas al comprender que, a pesar de todo, Kurosame tenía razón. Nada había cambiado. En esencia, los dos seguían siendo esos jóvenes que un día se juraron amor en las playas frías de la Niebla. Y en un acto de absoluta inercia se impulsó hacia adelante, buscando refugio en su pecho, y otra vez lloró. Pero ese ya no era un triste llanto de dolor y de lamento. Las lágrimas cristalinas reflejaban ahora la felicidad de su alma, que después de tanto había logrado encontrarse con su complemento.

Más allá del tiempo, de toda barrera y distancia, y más allá aún de la propia razón, existía una inexplicable fuerza superior que, sin importar en que rincón del mundo estuvieran, los volvía a unir. Sus almas habían hallado el camino, guiadas como siempre por aquel susurro antiguo de viento y de sal que eternamente los llamaría a reencontrarse; el mismo que hizo colisionar sus corazones la primera vez, el mismo que los hizo regresar a la playa aquella tarde lluviosa, el mismo que después de quince años los volvía a juntar en las costas solitarias de una isla lejana.

Todo este tiempo he intentado, en vano, olvidarme de ti —murmuró entre sollozos, escondida en su pecho.— Quise odiarte y arrancarte de mi, pero... ahora que estás aquí, finalmente lo entiendo. Yo... no puedo hacerlo.
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Última modificación: 04-09-2023, 09:25 PM por Kurosame.
OST


En aquel día, en la soledad de la costa de una isla remota, sus destinos se entrelazaron. Finalmente, el calor de sus almas, ahora unidas, despertó aquel romance congelado en el tiempo. Una década atrás, sus corazones se reconocieron sin haberse visto jamás, y el destino reveló que desde antes de nacer había tejido un camino para ellos, aunque cruel y sinuoso. Ahora, solo restaba tejer un último hilo para unir sus cuerpos por el resto de sus vidas. En un inicio, Namida guardaría silencio. Él iniciaría un recorrido por su piel, comenzando con el suave roce de su mano para luego explorar el lienzo de su rostro. Ambos apenas comenzaban a descubrirse, sintiéndose por primera vez, otra vez, alimentándose del calor ajeno que ansiosamente reclamaban como propio.

La miraría a los ojos, pero más importante, ella lo miraría a él, y así ambos se sumergirían en una inevitable marea de emociones. Hasta hace poco, Namida lo miraría con miedo y resentimiento. Pero ahora, ella tomaría la iniciativa, buscando refugio en su cuerpo, anhelándolo. Y de prestar atención, ella podría escuchar su latir desesperado, incrédulo ante el milagro que estaba presenciando. Namida lloraría en su pecho, pero esta vez era diferente, porque aquellas lágrimas representaban una felicidad y alivio similar a la que él habría sentido al volverla a ver tras creerla perdida para siempre.

Al moverse ella, él respondería instintivamente. Su mano derecha rodearía su espalda, atrayéndola con suavidad hacia el cuerpo del tiburón, mientras que la izquierda se deslizaría desde su rostro hacia detrás de su delgado cuello, subiendo con delicadeza hasta casi rozar la coronilla, acariciando con ternura la melena plateada, todo mientras ella seguía desahogando su felicidad. Él permitiría que ella permaneciera ahí, cerca de él. Ya no habría más noches de lamento por su ausencia, ni necesidad de esforzarse para recordarla, ni de retrazar los momentos compartidos para no olvidar ni el más mínimo detalle. Todo eso quedaba atrás porque ahora la tenía entre sus brazos. A pesar de haber estado convencido de que el resto de su vida estaría marcada por una nube oscura que lo atormentaría tras perder a su único e irremplazable amor, finalmente ahora podía ver el alba asomándose desde el resplandeciente horizonte.

Fue doloroso para ti, y quisiste borrarme al conocer mi existencia. Lo lamento. Susurró, mientras sus dedos continuaban acariciando las raíces plateadas, y ella aún se resguardaba en su pecho. Me rendí a la vida y viví solo para recordarte cada día. Tus ojos, tu voz, tu corazón. Temí perder tu recuerdo. La recordaría como aquella que, a pesar de llevar una coraza en su exterior, en su interior albergaba un precioso corazón y profundos sentimientos, un alma sensible que sentía con intensidad, rebosante de amor. Era injusto que ella hubiera soportado sola tantas penas durante tantos años, la vida privándola del romance que su corazón merecía. Evocaría en su mente el momento en que, tras el primer encuentro, ella escaparía abrumada e incrédula ante lo que sus sentimientos despertarían por un extraño entre las olas. A pesar de todo, creía que todo había conducido a ese encuentro, y ya no habría necesidad de que ella sufriera más, porque él estaba allí. La protegería y acompañaría por el tiempo que les restaba. El tiburón tras sufrir la agonía de su ausencia, nunca jamás se permitiría que ella experimentara la soledad.

Perdería la noción del tiempo, sin saber cuánto más la arroparía entre sus brazos, resguardando sus delicados sentimientos. Segundos, minutos, años, décadas, siglos; estaba dispuesto a quedarse allí hasta el final de los tiempos. Sin embargo, eventualmente despertaría ante la realidad, recordándoles quiénes, al menos en la superficie, eran. Kurosame era un miembro del Imperio y Namida era una traidora. Debía enfrentar el duro choque de realidad, y aunque jamás se separaría de ella, Kurosame debía asumir las consecuencias de esa unión y entablar una conversación con ella. Y así, ajustaría el rostro de ella hacia atrás, acomodándola fuera de su pecho. Él se inclinaría para verla de cerca, siendo testigo otra vez de aquel ámbar brillante y cristalino. Todavía muy cerca. 

Debemos... hablar. Murmuró, aunque no se atrevió a continuar la segunda palabra, aún perdido en la alegría que emanaba de su mirada. Deseaba explicarle sus motivos, que ella comprendiera que no todo lo que había escuchado sobre él era cierto. Sí, había sido parte de un Imperio corrupto durante tantos años, pero su afiliación con éste le había permitido ejercer una influencia positiva en la Niebla. Quería explicarle cómo, a pesar de todo, creía que podrían estar juntos, y en su mente solo era capaz de imaginar ese escenario egoísta donde ambos podrían alcanzar juntos la felicidad. Estaba dispuesto a renunciar a todo por ella, solo por ella, pero primero debía asumir la responsabilidad de explicarle todo lo que había ocurrido durante los últimos años.

Pero no podía ofrecer explicaciones, pues tenerla tan cerca de él, viendo cumplir su mayor deseo, era tan abrumador que apenas era capaz de actuar por instinto. Aún así, todavía los separaba aquel último hilo invisible que al destino le restaba por tejer, que la maldición que los mantenía distantes todavía persistía hasta que esta última hebra fuera cortada. Tan cerca de su rostro, ahora podía contemplar todos los detalles que recordaba, que no habría olvidado. Y recordaría casi cada detalle, excepto que tras tanto tiempo, inevitablemente perdería el inigualable tacto de su ternura, las puertas de aquel jardín secreto de pasión y dulzura oculto entre sus labios. Pero ahora poseía las llaves de ese jardín y anhelaba explorar cada rincón, cada pétalo, como el anhelo de un viajero sediento en un oasis prohibido.

Tan solo debía romper ese hilo invisible.

Kurosame sería el artífice que cortaría la última hebra que separaba sus cuerpos y almas. La anticipación en el aire era casi palpable, encontrando primero la mirada de ella, inmerso en un abismo de anhelo. En un suspiro apenas audible, cerraría por completo la distancia irreductible entre ellos. Fue así como quebraría la maldición que los separaría durante quince largos años; la tensión superaría el límite y en un agudo estallido rompería el hilo invisible que a él lo apartaba de los ajenos labios azules. Selló entonces un nuevo destino; la bifurcación de las dos almas convergiendo ahora en un mismo camino.

Ese acto representaba una solemne promesa: que sus almas y corazones nunca más se separarían. Una promesa tácita que el tiburón le haría a esa inexplicable fuerza. Agradecería eternamente a aquella presencia por convocarlos en aquella costa solitaria, y todas las veces anteriores, pero ya nunca más haría falta, porque el tiburón le aseguraría a aquel susurro antiguo de viento y de sal que ya no tendría más la necesidad de intervenir en sus vidas. Era el comienzo de un nuevo capítulo, donde la historia de la pareja se tejía en una promesa eterna.
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Kurosame envolvió a Namida con la seguridad y ternura de un tibio abrazo que ella creyó jamás volvería a sentir. Sumergida en el refugio que encontraba en su cuerpo, la Hoshigaki cerró los ojos y cobijándose como una criatura frágil y pequeña permaneció bien pegada a él. Podía escuchar los latidos del acelerado corazón ajeno, que galopaba con fuerza delatando los sentimientos que desbordaban al tiburón. Estaba igual o más emocionado que ella.

Sintió la suave caricia que escaló por su nuca, los dedos que se perderían entre el cabello de plata, y oyó la respuesta de Kurosame notando como la voz vibraba dentro de su pecho. Aquellas palabras la entristecieron inmensamente. Apretó los párpados con fuerza conteniendo un nuevo llanto, y cerró los puños aferrándose a la ropa del otro. Su expresión volvía a reflejar amargura al imaginar cuanto dolor debió soportar durante tantos años de creerla muerta.

Lo siento —repitió, ahogando un sollozo.

Ella también había sufrido el duelo de un romance abruptamente interrumpido, pero a diferencia de él, que procuró existir para honrar su recuerdo, Namida vivió todo ese tiempo tratando de borrarlo; Quiso olvidar sus ojos color sol, la melodía de su voz, la calidez de sus manos. Quiso enterrar todo recuerdo, porque la ausencia que su ser había dejado le hacía mucho daño. Amarlo se había convertido en un imposible y por ende en un tortuoso castigo, y no encontró más solución que encerrar ese amor que no podía arrancarse, para no volver a tocarlo ni sufrirlo. En algún punto, con el paso del tiempo, llegó a convencerse de que lo que alguna vez sintió por Kurosame ya no existía. Pero aunque su boca, ojos, mente, negaban los sentimientos, su alma continuaba pidiendo a gritos volver a encontrarlo. No había logrado extinguir jamás el fuego de un amor que quemaba bajo la carne, y que ahora volvía a arder en su pecho con la intensidad de mil soles. Un amor tan inmenso, tan grande, que apenas le cabía en el cuerpo. Y aunque por años lo mantuvo adormecido, querer controlarlo ahora que había despertado de su letargo era igual de imposible que intentar contener lo vasto del mar en una copa de cristal.

No supo cuanto tiempo pasó hasta que el tiburón, sin separarla demasiado de su cuerpo, la guio con gentileza para enderezarla y volver a encontrar sus ojos cristalizados. Con la visión nublada por las lágrimas, él se dibujaba delante de ella como un sueño coloreado en acuarelas. Aún le parecía irreal tenerlo en frente, y hubiese jurado estar viendo un espejismo de no ser por el fuego lento de su aliento, que podía sentir cada vez más cerca de su boca, quemándole las ansias y el corazón.

Kurosame intentaría hablar, entonando una voz suave, pero jamás llegaría a concluir aquella oración. De igual manera, ella permanecería en silencio. Había tanto por decir, explicar y preguntar, y sin embargo ninguno de los dos podría anteponer más palabras a lo que la fuerza del corazón exigía.

Namida levantó despacio la diestra y se atrevió a posar el dorso en la mejilla del tiburón, y esa mano que en algún momento amenazó con ser letal acarició inofensiva la tez azul con las falanges y nudillos. La mirada de ámbar recorrió el mismo trayecto, todavía incrédula ante lo que atestiguaba, y se detuvo sobre su boca. El anhelo por reducir toda distancia entre sus labios ardió como brasa encendida, siendo mutuo el deseo, y al mismo tiempo ambos se inclinaron para juntar sus labios en un beso que fue hálito de vida.

El mar se sintió celoso, y quiso mojarles los pies arrastrando su oleaje más allá de la orilla. La brisa se convirtió en viento fresco y desplegó desde el horizonte las nubes de tormenta que comenzaron a rugir en su lento trayecto hasta la costa. Pero ellos permanecerían ajenos a los estímulos del exterior, sumidos el uno en el otro, resistiéndose a ceder espacio a la distancia hasta que la urgencia por recuperar el aliento lo demandara. 

En aquel mundo tan diferente al del ayer, donde muchas cosas habían cambiado, los tiburones se sorprendían al descubrir la suave transparencia de un amor que a pesar de todo permanecía intacto. 

Durante ese momento, más que nunca, Namida deseó que se detuviera el tiempo. Quería quedarse así, pegada a su boca, envuelta en los brazos de ese hombre que con el calor de su alma había reanimado sus latidos, que había vuelto a llenar de luz el espacio oscuro habitado por las sombras de la soledad. Quería aferrarse a él y pretender que aquella década de dolor y desosiego no había existido jamás. Que las diferencias que hoy los enfrentaban no suponían obstáculo alguno para un sentimiento que a pesar de haberse visto sofocado aún luchaba por abrirse paso como raíces en el pavimento.

Mas el tiempo era inclemente y la tierra no dejaría de girar, y al igual que ese día, la mañana siguiente Namida y Kurosame seguirían siendo enemigos. Era cruel la realidad pero había que enfrentarla. Él también lo sabía.

Cuando finalmente se separaron, Namida inspiró profundo y se sostuvo de los brazos del otro, no queriendo soltarlo. Lo miró con ojos preocupados, temerosos. Se reflejaba en ellos el apuro por encontrar una solución.

Si alguien se entera... —dijo, pero interrumpió sus palabras.

Otra vez los interrogantes empezaron a girar. No podía seguir exponiéndose de esa manera a plena luz del día, era peligroso. ¿Qué iba a pasar si eran descubiertos? En su cabeza, cualquier escenario auguraba un desenlace terrible. Volvía a pensar en Suien y Misato y sentía el instinto de huir, pero también se debatía entre el deseo del corazón. Anhelaba la oportunidad de vivir ese romance que ambos merecían, quería permanecer a su lado. Y aunque sabía que su antojo era egoísta, flaqueaba ante la fantasía de verlo cumplido. ¿Cuánto estaría dispuesta a dar para hacer ese sueño realidad? 

Estando juntos, ¿sería posible hacer frente a los peligros del mundo?
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Última modificación: 06-11-2023, 01:36 AM por Kurosame.
Si no se hubiera atrevido a esperar frente al mar clamando en silencio a aquellos susurros antiguos como lo había hecho incontables veces antes, sus destinos nunca se habrían vuelto a entrelazar. A lo largo de su vida, el tiburón pecaría de ingenuo, aferrándose a una fuerza etérea que fuese capaz de cumplir sus deseos más profundos. Esta distintiva ingenuidad le permitía mantener la esperanza de que, de una forma u otra, encontraría lo que anhelaba con tanta intensidad.

Desde aquel incidente, rechazaba haber perdido a Namida para siempre y seguiría esperándola en esta vida, o en la siguiente. En medio de la oscuridad que lo envolvía, finalmente, los rayos del sol asomaron en el horizonte, dibujando un futuro junto a ella. Un futuro en el que, así como ahora, podría envolverse en el calor y la ternura de sus labios y el delicado roce de sus bordes. Kurosame, en su más sincera franqueza, no podía más que agradecer a todos los dioses, pasados, presentes y futuros, así como a las estrellas, vientos y mareas, por permitirle encontrarse quince años atrás con aquella chica en la playa y por haber tenido el valor de acercarse y tomar su mano, dispuesto a nadar junto a ella entre el vaivén de las olas.

Y así, en aquella unión de almas, ninguno de los dos estuvo dispuesto a ceder. El tiburón no pudo resistir la tentación de explorar los contornos de los labios ajenos con una devoción palpable, y sus suspiros se fusionaron con el suave susurro de sus alientos compartidos. El mundo entero desapareció y sólo él existió para ella. Cada caricia era un eco de sus sentimientos, la manifestación de un profundo anhelo. A pesar de que el tiempo avanzaba inexorablemente, en ese eterno instante de deseo y nostalgia, quedaron atrapados, perdidos en la máxima expresión de su amor inquebrantable. Hasta más no poder, sus labios resistieron despegarse.

Deseaba continuar, pero al observar a una Namida temerosa, comprendió que debía actuar con prontitud si quería preservar ese destello de felicidad. La envolvió en sus brazos, convirtiéndose en su escudo contra cualquier mal y amenaza. El calor que emanaba de su cuerpo y el suave roce de su rostro en su piel bastaban para llenarlo de fuerzas. Quería quedarse pegado a ella un rato más, consciente de lo que les deparaba el futuro.

Con delicadeza, posó una mano sobre la cabeza platinada de la tiburón. Todo estará bien, Namida. Susurraría en su oído con voz reconfortante. Sé lo que debo hacer ahora. Hizo una breve pausa antes de continuar. No podré volver a verte en esta isla. No es seguro para ti hasta que el imperio no caiga y es un riesgo que no estoy dispuesto a tomar.

Rápidamente, su mente maquinó cuál sería el siguiente paso.

Existe un lugar en el que podríamos vernos, una isla remota al noreste de aquí, donde pasé mi infancia y que solía ser el hogar donde vivía con mi familia. El imperio no tiene acceso a ésta, y es sencillo llegar para los Hoshigakis como nosotros. Era la primera vez que Kurosame compartía esta información con alguien más, ya que siempre había mantenido sus recuerdos de su infancia y su pasado en privado. Aquella pequeña isla era donde el tiburón había crecido junto a sus hermanos, y el único lugar que aún guardaba los recuerdos de su madre. Se llama Miyama-jima (美山島), y raramente la encontrarás en mapas convencionales. Pero te diré exactamente su ubicación.

Con cuidado, Kurosame sacó una libreta y un lápiz de uno de sus bolsillos, arrancó una página en blanco y comenzó a escribir la información crucial que Namida necesitaría para ubicar la isla, incluyendo las coordenadas precisas del lugar. También anotó la fecha y hora exacta para el ansiado reencuentro. Finalmente, tomó la mano de la chica y posó el papel plegado en su palma, cerrándola después suavemente en un puño.

Me temo que ya no nos queda tiempo. Es peligroso seguir juntos aquí.

Kurosame agarraría a Namida de sus dos brazos y la apartaría de él. Era la hora de la despedida. La miraría una vez más, grabándose el rostro de aquella a quién él más atesoraba. Los últimos segundos juntos se agotaban, el final de un hermoso encuentro fortuito que cambiaría el curso de sus vidas para siempre. En dos semanas, estaré en Miyama-jima, esperándote allí. Declaró con determinación. Para entonces tendré un mejor plan. Sus palabras llevarían consigo la promesa de un reencuentro, y a su vez el peso de la separación inminente.

Y así, en ese momento, comenzaría una nueva página en la historia de los tiburones, enemigos a los ojos del mundo, pero cuyo amor era suficiente para inspirar el deseo de luchar por un futuro juntos, listos para enfrentar las adversidades que les esperaban en el horizonte.
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Última modificación: 09-11-2023, 10:14 AM por Namida.
Kurosame pudo ver la preocupación en los ojos de su amada, y una vez más la atrapó entre sus brazos, procurando ser refugio para ella. Y Namida se dejó hacer. Volvió a resguardarse en su cuerpo, y respiró el aroma que desprendía su ropa y su piel. De alguna forma, el tiburón lograba trasmitirle la seguridad que necesitaba, envolviéndola en la etérea sensación de que nada podía salir mal mientras permaneciera a su lado.

<<Todo estará bien, Namida>>

Cada vez que él la nombraba, el corazón le dejaba de latir por un instante. Ya nadie la llamaba así. Durante años no había vuelto a escuchar su propio nombre de ninguna boca, a excepción de las poquísimas veces que a Suien se le escapaba. Pero cuando Kurosame lo decía sonaba tan especial, cien veces especial. Y como si conjurara un paralizante hechizo solo con nombrarla, Namida se quedaba en blanco, inmóvil.

Quiso decirle que ese ya no era su nombre, que hace tiempo había dejado atrás esa identidad, pero realmente no deseaba que la llamara de otra forma. Para él, y solo para él, podía seguir siendo Namida Hoshigaki. Siempre y cuando el tiburón guardara el secreto...

Nadie debe saber que estoy aquí —susurró, recordándole lo obvio.

Kurosame lo entendía bien, pero manifestó sus intenciones de volver a verla y no se demoró en orquestar un improvisado plan que pudiera hacer realidad el urgente deseo. Primero, describió brevemente un punto de encuentro en el que, según él, podrían reunirse sin exponerse al peligro de ser descubiertos. Luego, bajo la mirada atónita de la Hoshigaki, se dispuso a detallar la manera exacta de llegar a aquella isla llamada Miyama-Jima, escribiéndolo todo en la hoja de una libreta que acto seguido le entregaría en mano.

Otra vez, los ojos dorados se llenaron de lágrimas. Los dedos se cerraron sobre la palma atrapando el pequeño papel, envueltos por el puño del otro. Él no sabía que Namida no necesitaba instrucciones de ningún tipo; ella conocía perfectamente la ubicación de la isla, mas no se lo dijo.

Miyama-jima —pronunció, con voz temblorosa. 

Entonces, consciente de que había llegado el momento, Kurosame le arrebató el calor de su cuerpo separándola de él. Tras un breve instante de silencio y un ansioso intercambio de miradas, le dijo que en dos semanas estaría esperándola allí, en la isla. Sin embargo ella no pudo prometerle que acudiría a su encuentro, y por eso no le contestó. 

Había bajado la mirada, fijándola sobre su propio puño cerrado, pero pronto volvería a buscar los ojos de Kurosame. Necesitaba ver dentro de ellos. Necesitaba confirmar que realmente era posible fiarse de sus palabras. En su rostro se veía la inquietud, y en su mente se revolvían las dudas. Aún así, el corazón lo tenía claro; le gritaba que confiara.

Pero ¿Qué significaba tener un mejor plan? ¿Un plan de qué? ¿Para qué? ¿Acaso realmente había algo que pudieran hacer para cerrar esa grieta que los separaba? ¿Era posible volver sus sueños realidad?

Hasta que el imperio caiga —repitió para su interior—. Solo entonces podríamos ser realmente libres, ¿no es así? 

Pero claro, pensar en que el regimen imperial llegara a su fin resultaba una utopía. 

Namida entendió que ya era hora de partir, así que por última vez se acercó al tiburón y dejó una caricia en su rostro y un suave beso sobre su frente, depositando en él una cuota de esperanza. 

Confío en ti, Kurosame. 

Sin mediar más palabras se puso de pie, lentamente. Su blanco vestido flameó con la brisa y su cabello de plata también. Retrocedió un paso, dos, tres. No quería marcharse, pero debía. 

Los ojos de oro, cargados de agua y de sal, intentarían grabar una última nítida imagen de su lucero azul, procurando recoger de él cada detalle ante la amarga posibilidad de no volver a verlo.

Un rayo que tronó sobre el borroso horizonte anunció la llegada de la lluvia débil que comenzó a caer humedeciendo gota a gota las arenas de la playa. Y entonces, Namida simplemente desapareció.
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OST


El fortuito encuentro llegaba a su conclusión, transformando la vida de ambos escualos de un momento a otro. El tiburón le entregaría el papel, aprovechando el egoísta roce delicado entre sus azulados dedos. Namida reaccionó de manera peculiar, y Kurosame percibió el brillo acuoso en sus ojos; desearía no volver a pintar en su rostro el retrato de esas lágrimas, nunca. Miyama-jima, tan solo repetiría ella.

Llegaría el momento de despedirse, y más que dispuesto, permitió que Namida se acercara una vez más. Una leve caricia y un inocente beso fueron suficientes; ella era tan peligrosa que con solo un roce él se entregaba a la dicha. Sus cuatro palabras llenaron su mundo de vida.

<<Confío en ti, Kurosame>>

Estas palabras resonaron en su interior, después de tantos largos años, con una esperanza ingenua. Tal vez, él podría tener el control para construir ese futuro con Namida que habitaba en sus sueños más desesperados. Si ella confiaba en él, juraría jamás defraudar su confianza.

La observaría detenidamente mientras se levantaba, retrocediendo unos pasos frente a él. Incapaz de reaccionar, solo la contemplaría. La Namida ante él, su Namida, era semejante a la de quince años atrás. El resplandeciente ámbar de sus ojos, el profuso cabello blanco, el tono suave de su voz y la expresión en su rostro permanecían como testigos del tiempo, inmutables en su gracia. Sin embargo, al lado de la Namida más adulta, no podía evitar percibir el reflejo de la Namida del pasado. Aquella pequeña aún sin sufrir la tragedia de perder su primer y único amor a causa de un destino funesto, la Namida que habría deseado con tanto esmero proteger, y querer y crecer junto a ella. Aún así, podía confirmarlo con total seguridad: la Namida de tiempo atrás, cuyo recuerdo había atesorado y resguardado en su corazón, era la misma del presente. La misma que amaría hasta su último respiro, por toda la eternidad.

Su instinto le urgía a no dejarla ir. Sentía el impulso de tomarla de la muñeca y retenerla. Dio un paso para acercarse a ella, pero un estruendo en el cielo le interrumpió. Sin advertirlo, ella ya le habría dado la espalda y desaparecería. Aún quedaban sus huellas, las cuales poco durarían tras ser borradas por una inclemente lluvia. Muy pronto, fue como si ella nunca hubiese estado presente. Como si todo fuese la cruel ilusión de un tiburón desesperado por encontrarse con un fantasma de su pasado.

Tras quedarse ahí, quieto y desolado bajo la lluvia, solo cuando el último rastro de su espejismo se hubiera perdido en la arena mojada, Kurosame se retiraría. No hacia donde había ido ella, ni hacia donde se suponía que él debía ir.

Kurosame regresaría una vez más a la orilla del mar y se sentaría allí, contemplando el vasto azul, tal como siempre acostumbraba, esperando por otra señal del destino. Se quedaría sumido y empapado por completo en la lluvia, la cual aumentaba en intensidad más y más. Volver a ver un sueño fugaz realizado lo volvía impaciente; no quería esperar dos semanas para verla de nuevo, si es que verdaderamente tendría esa oportunidad. Retrocedería quince años atrás, reviviendo esos bellos momentos en su imaginación. Pintaría en su mente, en medio del océano, una espesa bruma, cada vez más espesa a medida que la tarde iba cayendo. Recordaría una tarde como esa, cuando la vería por primera vez, conservando todavía ese fugaz recuerdo en lo más profundo de su ser.

Aunque ella ya no estaba ahí, sabía que la había visto, sabía que era real. Tenía fe de que la volvería a ver, una y otra vez, y que juntos compartirían un futuro brillante; el destino que su bella historia merecía. Aunque no pudo crecer con los años a su lado y verla convertirse en la mujer adulta que ahora era, y aunque Kurosame durante toda su vida había deseado compartir el mismo destino de sus hermanos, por primera vez en mucho tiempo quiso no solo vivir una larga vida, sino que deseaba envejecer junto a ella, en familia.

<<Confío en ti, Kurosame.>>

Kurosame convertiría esa cuota de esperanza en una feliz realidad.

Nos veremos en Miyama-jima, Namida. Nuestro hogar.

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