En aquel día, en la soledad de la costa de una isla remota, sus destinos se entrelazaron. Finalmente, el calor de sus almas, ahora unidas, despertó aquel romance congelado en el tiempo. Una década atrás, sus corazones se reconocieron sin haberse visto jamás, y el destino reveló que desde antes de nacer había tejido un camino para ellos, aunque cruel y sinuoso. Ahora, solo restaba tejer un último hilo para unir sus cuerpos por el resto de sus vidas. En un inicio, Namida guardaría silencio. Él iniciaría un recorrido por su piel, comenzando con el suave roce de su mano para luego explorar el lienzo de su rostro. Ambos apenas comenzaban a descubrirse, sintiéndose por primera vez, otra vez, alimentándose del calor ajeno que ansiosamente reclamaban como propio.
La miraría a los ojos, pero más importante, ella lo miraría a él, y así ambos se sumergirían en una inevitable marea de emociones. Hasta hace poco, Namida lo miraría con miedo y resentimiento. Pero ahora, ella tomaría la iniciativa, buscando refugio en su cuerpo, anhelándolo. Y de prestar atención, ella podría escuchar su latir desesperado, incrédulo ante el milagro que estaba presenciando. Namida lloraría en su pecho, pero esta vez era diferente, porque aquellas lágrimas representaban una felicidad y alivio similar a la que él habría sentido al volverla a ver tras creerla perdida para siempre.
Al moverse ella, él respondería instintivamente. Su mano derecha rodearía su espalda, atrayéndola con suavidad hacia el cuerpo del tiburón, mientras que la izquierda se deslizaría desde su rostro hacia detrás de su delgado cuello, subiendo con delicadeza hasta casi rozar la coronilla, acariciando con ternura la melena plateada, todo mientras ella seguía desahogando su felicidad. Él permitiría que ella permaneciera ahí, cerca de él. Ya no habría más noches de lamento por su ausencia, ni necesidad de esforzarse para recordarla, ni de retrazar los momentos compartidos para no olvidar ni el más mínimo detalle. Todo eso quedaba atrás porque ahora la tenía entre sus brazos. A pesar de haber estado convencido de que el resto de su vida estaría marcada por una nube oscura que lo atormentaría tras perder a su único e irremplazable amor, finalmente ahora podía ver el alba asomándose desde el resplandeciente horizonte.
Fue doloroso para ti, y quisiste borrarme al conocer mi existencia. Lo lamento. Susurró, mientras sus dedos continuaban acariciando las raíces plateadas, y ella aún se resguardaba en su pecho.
Me rendí a la vida y viví solo para recordarte cada día. Tus ojos, tu voz, tu corazón. Temí perder tu recuerdo. La recordaría como aquella que, a pesar de llevar una coraza en su exterior, en su interior albergaba un precioso corazón y profundos sentimientos, un alma sensible que sentía con intensidad, rebosante de amor. Era injusto que ella hubiera soportado sola tantas penas durante tantos años, la vida privándola del romance que su corazón merecía. Evocaría en su mente el momento en que, tras el primer encuentro, ella escaparía abrumada e incrédula ante lo que sus sentimientos despertarían por un extraño entre las olas. A pesar de todo, creía que todo había conducido a ese encuentro, y ya no habría necesidad de que ella sufriera más, porque él estaba allí. La protegería y acompañaría por el tiempo que les restaba. El tiburón tras sufrir la agonía de su ausencia, nunca jamás se permitiría que ella experimentara la soledad.
Perdería la noción del tiempo, sin saber cuánto más la arroparía entre sus brazos, resguardando sus delicados sentimientos. Segundos, minutos, años, décadas, siglos; estaba dispuesto a quedarse allí hasta el final de los tiempos. Sin embargo, eventualmente despertaría ante la realidad, recordándoles quiénes, al menos en la superficie, eran. Kurosame era un miembro del Imperio y Namida era una traidora. Debía enfrentar el duro choque de realidad, y aunque jamás se separaría de ella, Kurosame debía asumir las consecuencias de esa unión y entablar una conversación con ella. Y así, ajustaría el rostro de ella hacia atrás, acomodándola fuera de su pecho. Él se inclinaría para verla de cerca, siendo testigo otra vez de aquel ámbar brillante y cristalino. Todavía muy cerca.
Debemos... hablar. Murmuró, aunque no se atrevió a continuar la segunda palabra, aún perdido en la alegría que emanaba de su mirada. Deseaba explicarle sus motivos, que ella comprendiera que no todo lo que había escuchado sobre él era cierto. Sí, había sido parte de un Imperio corrupto durante tantos años, pero su afiliación con éste le había permitido ejercer una influencia positiva en la Niebla. Quería explicarle cómo, a pesar de todo, creía que podrían estar juntos, y en su mente solo era capaz de imaginar ese escenario egoísta donde ambos podrían alcanzar juntos la felicidad. Estaba dispuesto a renunciar a todo por ella, solo por ella, pero primero debía asumir la responsabilidad de explicarle todo lo que había ocurrido durante los últimos años.
Pero no podía ofrecer explicaciones, pues tenerla tan cerca de él, viendo cumplir su mayor deseo, era tan abrumador que apenas era capaz de actuar por instinto. Aún así, todavía los separaba aquel último hilo invisible que al destino le restaba por tejer, que la maldición que los mantenía distantes todavía persistía hasta que esta última hebra fuera cortada. Tan cerca de su rostro, ahora podía contemplar todos los detalles que recordaba, que no habría olvidado. Y recordaría casi cada detalle, excepto que tras tanto tiempo, inevitablemente perdería el inigualable tacto de su ternura, las puertas de aquel jardín secreto de pasión y dulzura oculto entre sus labios. Pero ahora poseía las llaves de ese jardín y anhelaba explorar cada rincón, cada pétalo, como el anhelo de un viajero sediento en un oasis prohibido.
Tan solo debía romper ese hilo invisible.
Kurosame sería el artífice que cortaría la última hebra que separaba sus cuerpos y almas. La anticipación en el aire era casi palpable, encontrando primero la mirada de ella, inmerso en un abismo de anhelo. En un suspiro apenas audible, cerraría por completo la distancia irreductible entre ellos. Fue así como quebraría la maldición que los separaría durante quince largos años; la tensión superaría el límite y en un agudo estallido rompería el hilo invisible que a él lo apartaba de los ajenos labios azules. Selló entonces un nuevo destino; la bifurcación de las dos almas convergiendo ahora en un mismo camino.
Ese acto representaba una solemne promesa: que sus almas y corazones nunca más se separarían. Una promesa tácita que el tiburón le haría a esa inexplicable fuerza. Agradecería eternamente a aquella presencia por convocarlos en aquella costa solitaria, y todas las veces anteriores, pero ya nunca más haría falta, porque el tiburón le aseguraría a aquel susurro antiguo de viento y de sal que ya no tendría más la necesidad de intervenir en sus vidas. Era el comienzo de un nuevo capítulo, donde la historia de la pareja se tejía en una promesa eterna.