Afueras de Konohagakure No Sato
Pasado
Horas del mediodía
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La suciedad se mezclaba casi uniformemente con la sangre que parecía brotar por cada centímetro de la piel de las manos del ojicarmesí mientras, casi inconscientemente, apretaba el agarre de ambas manos para aferrarse a la tierra como si esta fuese a escapar. El tacto era frío y caótico, con hebras del césped que cubría el suelo de aquel bosque escurriéndosele entre los dedos.
Estaba tumbado boca arriba, con la espalda tan recta como el suelo desigual le permitiese. La melena de siempre esta vez estaba desordenada hasta rozar lo ilógico y el ambiente venía siendo inundado por un incesante jadeo que se perdía al nadar en contra de los usuales ruidos silvestres.
De entre la rama de los arboles se escapaban rayos de sol con sabor a mediodía, y el viento no dejaba que las sombras se mantuviesen quietas. Había paz, definitivamente, pero solo en aquel mundo idílico y exterior. Al otro lado del espectro, y muy dentro de la psique del recién graduado shinobi, repicaban los tambores del auto-desprecio mientras el pecho le ardía por dentro con cada latido que su corazón comandaba.
— Maldito inútil. Maldito inútil. Maldito… —
Aquellas lineas salían en forma de susurro una vez que los jadeos le permitieron soltar algo más que gruñidos. Sus pulmones iban recuperando la compostura a paso demasiado lento para su gusto. Y es que, a pesar de la frustración, su mente se negaba a aceptar que el motor se había fundido. Todavía tenía fuerza, ganas, y tiempo para un intento más.
Y tensando tantos músculos como su cansancio le permitió intentó levantarse. Una pulgada por vez, luchando contra la gravedad hasta quedar sentado, con la espalda encorvada y la cabeza a punto de despegársele de los hombros y caer rodando por su propio peso. Con el esfuerzo sobrehumano que aquello requería, siguió por enderezar la columna y fijar la mirada en un horizonte oculto por la vegetación que le rodeaba.
— ¿Te vas a rendir sin más? —
Fue su siguiente intervención, aunque no hubiese nadie más que él y su subconsciente para escucharlo. Entre palabras había apoyado su siniestra en el suelo, firmemente, para que fungiera como soporte mientras la diestra se dedicaba a limpiarse los restos de sangre y mugre con el trozo de ropa más limpio que pudo encontrar entre lo que el ojicarmesí llevaba puesto. Una vez tan limpia como pudo conseguirse, apartó los mechones más rebeldes de pelo y despejó completamente un rostro demacrado y cansado hasta el límite.
Girando el cuello unos pocos grados lanzó unos rápidos vistazos a aquel claro entre arboles que parecía haber sido testigo de una batalla encarnizada. Ramas destrozadas por doquier, troncos magullados con rastros de sangre, y pedruscos destruidos que parecían el resultado de una catástrofe de escala personal. Ante el caos, su propia mano libre se atravesó en su linea de visión, mostrándose como la principal culpable de aquella escena, con pruebas tales como los callos que las poblaban, la sangre que emanaba de las heridas producidas por las astillas, y el punzante dolor. La diestra y siniestra de aquel shinobi compartían la misma condición y destino, y a simple vista era evidente que no aguantarían otra ronda más de cualquiera que fuese aquella danza.
Pero no era el momento de pensar en necedades. No cuando debía ir más allá. Y forzando sus pulmones al máximo expandió su pecho en lo que aspiraba tanto aire como le fuese posible sin que sus costados le hiriesen. Tres segundos después de dejar de aspirar aire, soltó un grito gutural que cruzaba la linea entre gruñido y rugido mientras formaba puños en ambas manos y el dolor empezaba a recorrerle el cuerpo cual impulso eléctrico. De un salto que costó el triple de lo que debería se puso de pie, con los músculos de las piernas pidiendo clemencia y los de los brazos ya resignados. Ambas manos terminaron a la altura de su pecho pero separados de este por unos cuantos centímetros. Dibujaban un sello entre las dos, que se mantuvo así por lo que él consideró una eternidad. Tras moldear chakra, dibujó una sonrisa a medias y aquel rostro cansado se volvió el de alguien dispuesto a retarse a sí mismo una vez más, y tantas como fuese necesario.
— No, por supuesto que no. —
De buenas a primeras no había cambio alguno, pero con un impulso de piernas que tuvo lugar a penas las manos deshicieron el sello, había recortado distancias entre él y el árbol más cercano, y se dirigía a este con el puño de su diestra formado.
Otra más. Otra y tantas rondas más. Las que fuesen necesarias.
***