La luna llena colgaba en el cielo como un ojo vigilante, iluminando la aldea con un resplandor pálido y fantasmal. Las sombras se alargaban, deformándose en figuras grotescas mientras la brisa nocturna susurraba entre los árboles. Bakin y su hermana gemela, Sojin, avanzaban en silencio por el sendero que conducía a la entrada del poblado objetivo, sus cuerpos en perfecta sincronía, como si fueran uno solo.
Bakin, con su rostro inexpresivo y su postura rígida, empuñaba una de sus espadas, su hoja destellando bajo la luz lunar. Sus movimientos eran precisos y controlados, cada paso dado con la certeza de un depredador acechando a su presa. A su lado, emergiendo de su hombro derecho, Sojin observaba la escena con una sonrisa torcida en sus labios. Sus ojos, brillantes como brasas encendidas, reflejaban una emoción completamente opuesta a la serenidad de su hermano. Donde Bakin era hielo, Sojin era fuego; donde él representaba la muerte silenciosa, ella era el caos desatado.
—Siento sus corazones latiendo, Bakin —susurró Sojin, su voz cargada de anticipación.
Bakin no respondió, pero el ligero cambio en su respiración delató que había escuchado. Para él, esta misión no era más que otra tarea a cumplir, un objetivo que debía ser alcanzado con eficiencia. Para Sojin, sin embargo, era una oportunidad para disfrutar del dolor, para regodearse en el sufrimiento ajeno. La misión era simple: erradicar a todos los miembros del poblado enemigo, dejar la aldea en ruinas y eliminar cualquier posibilidad de que alguien viviera para contar lo sucedido.
Mientras se acercaban a la entrada de la aldea, dos guardias aparecieron de la penumbra, sus armas listas, pero sus cuerpos relajados por la aparente tranquilidad de la noche. No tuvieron tiempo de reaccionar. En un abrir y cerrar de ojos, Bakin se movió como un rayo. Su espada cortó el aire con un silbido mortal, y el primer guardia cayó al suelo, su garganta abierta en un chorro de sangre. El segundo apenas tuvo tiempo de parpadear antes de que la hoja de Bakin le atravesara el corazón, matándolo al instante.
Sojin se rió suavemente, su risa un sonido perturbador en la quietud de la noche.
—Tan rápido... pero no lo suficiente —murmuró, deslizándose más desde el cuerpo de Bakin hasta que ambos compartieron control total de sus extremidades—. Quiero más.
Los gemelos avanzaron sin detenerse, sus sentidos alertas, preparados para la carnicería que se avecinaba. En silencio, se deslizaron entre las casas de la aldea, observando las sombras de sus ocupantes a través de las ventanas. La mayoría dormía, ajenos a la muerte que se cernía sobre ellos. Bakin se movió primero, abriendo la puerta de una de las casas con una calma escalofriante. Dentro, una familia dormía en el suelo sobre esteras, sus respiraciones profundas y pacíficas.
Con un gesto casi ritual, Bakin alzó su espada, y en un solo movimiento fluido, la descendió sobre el cuello del padre, separando su cabeza del cuerpo en un instante. La sangre manchó las paredes, y el cuerpo decapitado convulsionó antes de quedarse inmóvil. Los ojos de la madre se abrieron, llenos de confusión y horror, pero antes de que pudiera gritar, Sojin se adelantó, rasgando la garganta de la mujer con una precisión vil, deleitándose en los borbotones de sangre que salpicaron su rostro.
—Dulces sueños. —murmuró Sojin, lamiendo la sangre de sus dedos con una expresión de éxtasis.
Bakin asintió, sin emoción alguna. Para él, era solo una ejecución más. Pero sabía que para Sojin, cada muerte era un arte en sí misma, una obra maestra de crueldad que ella saboreaba con cada fibra de su ser.
Salieron de la casa sin hacer un solo ruido, dejando atrás los cuerpos de la familia destrozada. La luna ahora parecía más brillante, como si fuera un testigo involuntario de la atrocidad que se desarrollaba en la aldea. Los gemelos continuaron su avance, sin prisa pero sin pausa, moviéndose de casa en casa, de calle en calle, desatando la muerte con la misma facilidad con la que otros respiran.
En una de las casas, encontraron a un grupo de guerreros, reunidos en lo que parecía ser una reunión clandestina. Sus voces eran bajas, sus rostros tensos, ajenos a la presencia de los gemelos. Bakin, con su habitual eficiencia, abrió la puerta de un golpe, y antes de que pudieran reaccionar, lanzó una ráfaga de shuriken, clavando las estrellas de metal en las gargantas de tres de ellos. Los hombres cayeron, asfixiándose en su propia sangre, mientras sus compañeros retrocedían en un intento desesperado de defenderse.
—¡Monstruos! —gritó uno de ellos, levantando su espada en un vano intento de detener a Bakin.
Pero Bakin era implacable. Su espada destelló bajo la luz de las antorchas, cortando el aire y la carne con la misma facilidad. Sojin, tomando control del brazo izquierdo de su hermano, disfrutaba haciendo sufrir a los restantes, clavando sus uñas en los ojos de uno, arrancándole un grito que resonó en la sala.
—Mátalos lentamente, Bakin —susurró Sojin con deleite—. Haz que sientan el dolor, que lo saboreen.
Bakin, por un breve momento, dejó que Sojin tomara el control completo. Ella sonrió mientras deslizaba su cuchillo por la garganta de uno de los guerreros, prolongando su agonía mientras la sangre burbujeaba de la herida. Los otros dos intentaron huir, pero Sojin los atrapó con facilidad, cortándoles las piernas para que no pudieran escapar, dejándolos arrastrarse en un charco de su propia sangre.
El sonido de sus gritos se mezclaba con el silencio implacable de la noche, un contraste aterrador que solo hacía más palpable la crueldad de los gemelos.
Al final, la aldea estaba en silencio, salvo por el suave susurro del viento y el goteo constante de la sangre que impregnaba la tierra. Bakin y Sojin se pararon en el centro de la plaza, observando el resultado de su obra maestra. No había quedado nadie. Ni un solo alma. Solo cuerpos rotos y ojos vacíos que miraban al cielo, testigos de la masacre que había ocurrido bajo la luz de la luna.
Sojin suspiró con satisfacción, volviendo a su posición habitual en el hombro de Bakin, su rostro aún manchado de sangre.
—Fue hermoso, Bakin. Un verdadero espectáculo.
Bakin no respondió. Simplemente limpió su espada en el borde de su capa, indiferente al caos que había dejado atrás.
—Vamos —dijo finalmente, su voz tan fría como siempre—. Kumogakure debe saber lo que hemos hecho.
Mientras se alejaban, la primera luz del amanecer comenzó a asomarse en el horizonte, iluminando las ruinas ensangrentadas de la aldea. No quedaba nadie para contar la historia, nadie para llorar a los muertos. Solo el silencio y el eco distante de la risa de Sojin, un recordatorio de la brutalidad que los gemelos habían desatado esa noche.
Bakin, con su rostro inexpresivo y su postura rígida, empuñaba una de sus espadas, su hoja destellando bajo la luz lunar. Sus movimientos eran precisos y controlados, cada paso dado con la certeza de un depredador acechando a su presa. A su lado, emergiendo de su hombro derecho, Sojin observaba la escena con una sonrisa torcida en sus labios. Sus ojos, brillantes como brasas encendidas, reflejaban una emoción completamente opuesta a la serenidad de su hermano. Donde Bakin era hielo, Sojin era fuego; donde él representaba la muerte silenciosa, ella era el caos desatado.
—Siento sus corazones latiendo, Bakin —susurró Sojin, su voz cargada de anticipación.
Bakin no respondió, pero el ligero cambio en su respiración delató que había escuchado. Para él, esta misión no era más que otra tarea a cumplir, un objetivo que debía ser alcanzado con eficiencia. Para Sojin, sin embargo, era una oportunidad para disfrutar del dolor, para regodearse en el sufrimiento ajeno. La misión era simple: erradicar a todos los miembros del poblado enemigo, dejar la aldea en ruinas y eliminar cualquier posibilidad de que alguien viviera para contar lo sucedido.
Mientras se acercaban a la entrada de la aldea, dos guardias aparecieron de la penumbra, sus armas listas, pero sus cuerpos relajados por la aparente tranquilidad de la noche. No tuvieron tiempo de reaccionar. En un abrir y cerrar de ojos, Bakin se movió como un rayo. Su espada cortó el aire con un silbido mortal, y el primer guardia cayó al suelo, su garganta abierta en un chorro de sangre. El segundo apenas tuvo tiempo de parpadear antes de que la hoja de Bakin le atravesara el corazón, matándolo al instante.
Sojin se rió suavemente, su risa un sonido perturbador en la quietud de la noche.
—Tan rápido... pero no lo suficiente —murmuró, deslizándose más desde el cuerpo de Bakin hasta que ambos compartieron control total de sus extremidades—. Quiero más.
Los gemelos avanzaron sin detenerse, sus sentidos alertas, preparados para la carnicería que se avecinaba. En silencio, se deslizaron entre las casas de la aldea, observando las sombras de sus ocupantes a través de las ventanas. La mayoría dormía, ajenos a la muerte que se cernía sobre ellos. Bakin se movió primero, abriendo la puerta de una de las casas con una calma escalofriante. Dentro, una familia dormía en el suelo sobre esteras, sus respiraciones profundas y pacíficas.
Con un gesto casi ritual, Bakin alzó su espada, y en un solo movimiento fluido, la descendió sobre el cuello del padre, separando su cabeza del cuerpo en un instante. La sangre manchó las paredes, y el cuerpo decapitado convulsionó antes de quedarse inmóvil. Los ojos de la madre se abrieron, llenos de confusión y horror, pero antes de que pudiera gritar, Sojin se adelantó, rasgando la garganta de la mujer con una precisión vil, deleitándose en los borbotones de sangre que salpicaron su rostro.
—Dulces sueños. —murmuró Sojin, lamiendo la sangre de sus dedos con una expresión de éxtasis.
Bakin asintió, sin emoción alguna. Para él, era solo una ejecución más. Pero sabía que para Sojin, cada muerte era un arte en sí misma, una obra maestra de crueldad que ella saboreaba con cada fibra de su ser.
Salieron de la casa sin hacer un solo ruido, dejando atrás los cuerpos de la familia destrozada. La luna ahora parecía más brillante, como si fuera un testigo involuntario de la atrocidad que se desarrollaba en la aldea. Los gemelos continuaron su avance, sin prisa pero sin pausa, moviéndose de casa en casa, de calle en calle, desatando la muerte con la misma facilidad con la que otros respiran.
En una de las casas, encontraron a un grupo de guerreros, reunidos en lo que parecía ser una reunión clandestina. Sus voces eran bajas, sus rostros tensos, ajenos a la presencia de los gemelos. Bakin, con su habitual eficiencia, abrió la puerta de un golpe, y antes de que pudieran reaccionar, lanzó una ráfaga de shuriken, clavando las estrellas de metal en las gargantas de tres de ellos. Los hombres cayeron, asfixiándose en su propia sangre, mientras sus compañeros retrocedían en un intento desesperado de defenderse.
—¡Monstruos! —gritó uno de ellos, levantando su espada en un vano intento de detener a Bakin.
Pero Bakin era implacable. Su espada destelló bajo la luz de las antorchas, cortando el aire y la carne con la misma facilidad. Sojin, tomando control del brazo izquierdo de su hermano, disfrutaba haciendo sufrir a los restantes, clavando sus uñas en los ojos de uno, arrancándole un grito que resonó en la sala.
—Mátalos lentamente, Bakin —susurró Sojin con deleite—. Haz que sientan el dolor, que lo saboreen.
Bakin, por un breve momento, dejó que Sojin tomara el control completo. Ella sonrió mientras deslizaba su cuchillo por la garganta de uno de los guerreros, prolongando su agonía mientras la sangre burbujeaba de la herida. Los otros dos intentaron huir, pero Sojin los atrapó con facilidad, cortándoles las piernas para que no pudieran escapar, dejándolos arrastrarse en un charco de su propia sangre.
El sonido de sus gritos se mezclaba con el silencio implacable de la noche, un contraste aterrador que solo hacía más palpable la crueldad de los gemelos.
Al final, la aldea estaba en silencio, salvo por el suave susurro del viento y el goteo constante de la sangre que impregnaba la tierra. Bakin y Sojin se pararon en el centro de la plaza, observando el resultado de su obra maestra. No había quedado nadie. Ni un solo alma. Solo cuerpos rotos y ojos vacíos que miraban al cielo, testigos de la masacre que había ocurrido bajo la luz de la luna.
Sojin suspiró con satisfacción, volviendo a su posición habitual en el hombro de Bakin, su rostro aún manchado de sangre.
—Fue hermoso, Bakin. Un verdadero espectáculo.
Bakin no respondió. Simplemente limpió su espada en el borde de su capa, indiferente al caos que había dejado atrás.
—Vamos —dijo finalmente, su voz tan fría como siempre—. Kumogakure debe saber lo que hemos hecho.
Mientras se alejaban, la primera luz del amanecer comenzó a asomarse en el horizonte, iluminando las ruinas ensangrentadas de la aldea. No quedaba nadie para contar la historia, nadie para llorar a los muertos. Solo el silencio y el eco distante de la risa de Sojin, un recordatorio de la brutalidad que los gemelos habían desatado esa noche.