Última modificación: 22-08-2024, 10:50 AM por Bakin y Sojin.
La noche había caído sobre Kumogakure, arropando la aldea con su manto de oscuridad. La luna llena se alzaba, brillante y fría, derramando su luz pálida sobre los densos bosques que rodeaban la villa. Las sombras danzaban entre los árboles, como si la misma naturaleza supiera que algo siniestro estaba a punto de desatarse.
Bakin, con solo doce años, se movía con la gracia letal de un felino. Sus ojos oscuros y penetrantes se enfocaban en el entorno, absorbiendo cada detalle del bosque que lo rodeaba. Sojin, su gemela parásita, se mantenía alerta, semioculta en el hombro derecho de Bakin, como una extensión de su propio cuerpo. Aunque eran dos seres distintos, sus mentes estaban entrelazadas en un vínculo inseparable, uniendo sus pensamientos y emociones.
—Hay alguien más aquí, Bakin —susurró Sojin en la mente de su hermano, su voz sedosa y llena de expectación—. Los siento. Nos están acechando.
Bakin asintió ligeramente, sin apartar la mirada de la espesura. No necesitaba palabras para comunicarse con Sojin; sus pensamientos fluían como un río, sin interrupciones. Sabía que alguien se acercaba. Lo había sentido desde el momento en que pisó el bosque. Pero, en lugar de miedo, lo que sentía era una calma fría y calculada. Los gemelos Tajuken no eran como los demás niños. Nunca lo habían sido.
Un crujido resonó a su izquierda, y Bakin giró su cabeza con precisión, clavando su mirada en un punto oscuro entre los árboles. Allí, apenas visible en la penumbra, se encontraba el primer joven shinobi, con su respiración agitada y sus ojos brillando con una mezcla de miedo y odio. Sabía que ese muchacho no estaba solo. El olor del sudor y la tensión flotaba en el aire, inconfundible para los sentidos agudos de Bakin.
—Salgan —dijo Bakin, su voz baja pero autoritaria, reverberando en el silencio del bosque—. Sé que están ahí.
Hubo un momento de vacilación, seguido por el sonido de hojas pisoteadas mientras dos figuras más emergían de las sombras. Los tres jóvenes shinobi formaban un triángulo alrededor de Bakin, rodeándolo con una confianza nacida de la ignorancia. Eran adolescentes como él, pero sus ojos reflejaban la arrogancia de aquellos que se creen invencibles simplemente porque nunca han conocido el verdadero peligro.
—Bakin Tajuken —escupió el líder del grupo, un joven de cabello negro desordenado y una cicatriz en la mejilla—. Finalmente te encontramos.
—Y a esa cosa también —añadió uno de los otros, mirando con repulsión a Sojin, cuya presencia apenas visible en el hombro de Bakin añadía una capa de inquietud al ambiente.
Bakin no dijo nada, solo observó a los tres shinobi con una expresión impasible. Sentía a Sojin moverse ligeramente en su hombro, como si se preparara para algo más que un simple enfrentamiento. La anticipación crecía en su pecho, alimentada por la voz suave de su hermana.
—Son estúpidos, Bakin —susurró Sojin, su tono lleno de un desprecio casi juguetón—. Creen que pueden hacernos daño. Deberíamos enseñarles lo que significa enfrentarse a nosotros.
El líder del grupo levantó un kunai, apuntándolo directamente hacia Bakin. Sus compañeros hicieron lo mismo, armándose con la confianza de los números y la falsa sensación de poder.
—Escucha, monstruo —gruñó el líder, apretando los dientes—. Estamos hartos de ti y de esa cosa que llevas. Todo el mundo habla de lo especiales que son los gemelos Tajuken, pero yo no veo nada especial en ustedes. Solo un par de engendros que deberían ser eliminados.
Bakin observó el kunai, evaluando la distancia y la postura de su oponente. Su mente calculaba rápidamente, cada movimiento previsto y anticipado, como si ya hubiera vivido este momento en sus sueños más oscuros. Los ojos de Sojin brillaban con malicia, mientras su sonrisa se ampliaba.
—No entienden en lo que se están metiendo —dijo Sojin en voz baja, sus palabras filtrándose como veneno en el aire—. Bakin, déjame jugar un poco con ellos.
—No tan rápido —respondió Bakin en un murmullo apenas audible—. Quiero ver qué tan lejos llegarán antes de darse cuenta de su error.
Los tres shinobi intercambiaron miradas, confusos por el aparente desinterés de Bakin. ¿No entendía el peligro en el que estaba? ¿O es que realmente era tan arrogante como ellos creían?
El líder tomó una decisión. Con un grito, lanzó el kunai directamente al pecho de Bakin, esperando ver la sorpresa y el dolor en su rostro.
Pero no fue así.
En un movimiento fluido y casi perezoso, Bakin levantó una de sus espadas, desviando el kunai con un destello de acero. El kunai voló por el aire antes de hundirse en la tierra detrás de él. Los otros dos shinobi se quedaron congelados, sorprendidos por la facilidad con la que Bakin había desarmado el ataque.
—Eso fue... —empezó uno de ellos, pero su voz murió en su garganta cuando Bakin comenzó a avanzar hacia ellos, sus ojos convertidos en pozos de oscuridad insondable.
—Lamentable —finalizó Bakin, con una voz tan fría que el aire alrededor pareció enfriarse.
En un parpadeo, Bakin se movió. Sus espadas cortaron el aire con una velocidad y precisión que los jóvenes shinobi no pudieron seguir. El primer atacante no tuvo tiempo ni de gritar. La espada de Bakin atravesó su cráneo, saliendo por el otro lado en un chorro de sangre. Sus ojos se abrieron en un momento de asombro, antes de caer inerte al suelo, el cuerpo convulsionándose en un último espasmo de vida.
Los otros dos retrocedieron, aterrorizados. Nunca habían visto algo tan rápido, tan definitivo. El líder trató de levantar su arma nuevamente, pero su mano temblaba, y el miedo lo estaba consumiendo.
—¿Qué pasa? —burló Sojin, su voz llena de deleite—. ¿No querías pelear, chico? Esto apenas comienza.
Sin esperar una respuesta, Sojin tomó el control del brazo izquierdo de Bakin, empuñando la espada con una maestría igual a la de su hermano. Con una risa maníaca, saltó hacia el segundo joven, quien apenas pudo levantar su arma antes de que Sojin lo cortara. La espada se hundió en su costado, y el shinobi gritó de dolor, intentando desesperadamente contener la hemorragia. Pero Sojin no se detuvo. Con un movimiento rápido, clavó sus uñas en su garganta, rasgando la carne con una precisión cruel. La sangre salpicó, cubriendo el cuerpo de Sojin y Bakin, pero los gemelos no parecieron inmutarse.
El tercer shinobi, ahora completamente fuera de sí, dejó caer su kunai y comenzó a correr, sus gritos llenando el aire nocturno. Pero su intento de escape era inútil. Bakin y Sojin se movieron como una sombra implacable, cerrando la distancia en segundos. Sojin, con un grito de puro placer, emergió más completamente del cuerpo de Bakin, su risa resonando en la noche. Con una fuerza brutal, saltó sobre el joven, derribándolo al suelo. Sus dientes, afilados como cuchillas, se hundieron en la garganta del muchacho, desgarrando carne y hueso hasta que la vida se extinguió de sus ojos.
El silencio que siguió fue absoluto, solo roto por los jadeos entrecortados de Bakin y el sonido goteante de la sangre cayendo al suelo. Sojin, con su rostro manchado de rojo, volvió lentamente a su lugar en el cuerpo de Bakin, susurrando con una satisfacción palpable.
—Eres un monstruo, Bakin... —susurró Sojin, sus palabras llenas de orgullo oscuro—. Y yo soy tu sombra. Nadie puede escapar de nosotros.
Bakin permaneció en silencio, mirando los cuerpos inertes que yacían a su alrededor. Habían probado la sangre por primera vez, y en lo más profundo de su ser, sabía que no habría vuelta atrás. Habían cruzado una línea, una línea que los separaba de los demás, y en ese lado oscuro, encontraron un hogar.
Con un suspiro, Bakin limpió sus espadas en la hierba y se dio la vuelta, comenzando a caminar de regreso al bosque.
—Vendrán más... —dijo Sojin, ya anticipando los próximos enfrentamientos.
—Lo sé —respondió Bakin, con una voz que no tenía miedo, solo aceptación—. Y los esperaremos.
La luna continuó su viaje por el cielo, indiferente a lo que había ocurrido en el bosque. Pero los árboles, las sombras y el viento, sabían que algo había cambiado.
Bakin, con solo doce años, se movía con la gracia letal de un felino. Sus ojos oscuros y penetrantes se enfocaban en el entorno, absorbiendo cada detalle del bosque que lo rodeaba. Sojin, su gemela parásita, se mantenía alerta, semioculta en el hombro derecho de Bakin, como una extensión de su propio cuerpo. Aunque eran dos seres distintos, sus mentes estaban entrelazadas en un vínculo inseparable, uniendo sus pensamientos y emociones.
—Hay alguien más aquí, Bakin —susurró Sojin en la mente de su hermano, su voz sedosa y llena de expectación—. Los siento. Nos están acechando.
Bakin asintió ligeramente, sin apartar la mirada de la espesura. No necesitaba palabras para comunicarse con Sojin; sus pensamientos fluían como un río, sin interrupciones. Sabía que alguien se acercaba. Lo había sentido desde el momento en que pisó el bosque. Pero, en lugar de miedo, lo que sentía era una calma fría y calculada. Los gemelos Tajuken no eran como los demás niños. Nunca lo habían sido.
Un crujido resonó a su izquierda, y Bakin giró su cabeza con precisión, clavando su mirada en un punto oscuro entre los árboles. Allí, apenas visible en la penumbra, se encontraba el primer joven shinobi, con su respiración agitada y sus ojos brillando con una mezcla de miedo y odio. Sabía que ese muchacho no estaba solo. El olor del sudor y la tensión flotaba en el aire, inconfundible para los sentidos agudos de Bakin.
—Salgan —dijo Bakin, su voz baja pero autoritaria, reverberando en el silencio del bosque—. Sé que están ahí.
Hubo un momento de vacilación, seguido por el sonido de hojas pisoteadas mientras dos figuras más emergían de las sombras. Los tres jóvenes shinobi formaban un triángulo alrededor de Bakin, rodeándolo con una confianza nacida de la ignorancia. Eran adolescentes como él, pero sus ojos reflejaban la arrogancia de aquellos que se creen invencibles simplemente porque nunca han conocido el verdadero peligro.
—Bakin Tajuken —escupió el líder del grupo, un joven de cabello negro desordenado y una cicatriz en la mejilla—. Finalmente te encontramos.
—Y a esa cosa también —añadió uno de los otros, mirando con repulsión a Sojin, cuya presencia apenas visible en el hombro de Bakin añadía una capa de inquietud al ambiente.
Bakin no dijo nada, solo observó a los tres shinobi con una expresión impasible. Sentía a Sojin moverse ligeramente en su hombro, como si se preparara para algo más que un simple enfrentamiento. La anticipación crecía en su pecho, alimentada por la voz suave de su hermana.
—Son estúpidos, Bakin —susurró Sojin, su tono lleno de un desprecio casi juguetón—. Creen que pueden hacernos daño. Deberíamos enseñarles lo que significa enfrentarse a nosotros.
El líder del grupo levantó un kunai, apuntándolo directamente hacia Bakin. Sus compañeros hicieron lo mismo, armándose con la confianza de los números y la falsa sensación de poder.
—Escucha, monstruo —gruñó el líder, apretando los dientes—. Estamos hartos de ti y de esa cosa que llevas. Todo el mundo habla de lo especiales que son los gemelos Tajuken, pero yo no veo nada especial en ustedes. Solo un par de engendros que deberían ser eliminados.
Bakin observó el kunai, evaluando la distancia y la postura de su oponente. Su mente calculaba rápidamente, cada movimiento previsto y anticipado, como si ya hubiera vivido este momento en sus sueños más oscuros. Los ojos de Sojin brillaban con malicia, mientras su sonrisa se ampliaba.
—No entienden en lo que se están metiendo —dijo Sojin en voz baja, sus palabras filtrándose como veneno en el aire—. Bakin, déjame jugar un poco con ellos.
—No tan rápido —respondió Bakin en un murmullo apenas audible—. Quiero ver qué tan lejos llegarán antes de darse cuenta de su error.
Los tres shinobi intercambiaron miradas, confusos por el aparente desinterés de Bakin. ¿No entendía el peligro en el que estaba? ¿O es que realmente era tan arrogante como ellos creían?
El líder tomó una decisión. Con un grito, lanzó el kunai directamente al pecho de Bakin, esperando ver la sorpresa y el dolor en su rostro.
Pero no fue así.
En un movimiento fluido y casi perezoso, Bakin levantó una de sus espadas, desviando el kunai con un destello de acero. El kunai voló por el aire antes de hundirse en la tierra detrás de él. Los otros dos shinobi se quedaron congelados, sorprendidos por la facilidad con la que Bakin había desarmado el ataque.
—Eso fue... —empezó uno de ellos, pero su voz murió en su garganta cuando Bakin comenzó a avanzar hacia ellos, sus ojos convertidos en pozos de oscuridad insondable.
—Lamentable —finalizó Bakin, con una voz tan fría que el aire alrededor pareció enfriarse.
En un parpadeo, Bakin se movió. Sus espadas cortaron el aire con una velocidad y precisión que los jóvenes shinobi no pudieron seguir. El primer atacante no tuvo tiempo ni de gritar. La espada de Bakin atravesó su cráneo, saliendo por el otro lado en un chorro de sangre. Sus ojos se abrieron en un momento de asombro, antes de caer inerte al suelo, el cuerpo convulsionándose en un último espasmo de vida.
Los otros dos retrocedieron, aterrorizados. Nunca habían visto algo tan rápido, tan definitivo. El líder trató de levantar su arma nuevamente, pero su mano temblaba, y el miedo lo estaba consumiendo.
—¿Qué pasa? —burló Sojin, su voz llena de deleite—. ¿No querías pelear, chico? Esto apenas comienza.
Sin esperar una respuesta, Sojin tomó el control del brazo izquierdo de Bakin, empuñando la espada con una maestría igual a la de su hermano. Con una risa maníaca, saltó hacia el segundo joven, quien apenas pudo levantar su arma antes de que Sojin lo cortara. La espada se hundió en su costado, y el shinobi gritó de dolor, intentando desesperadamente contener la hemorragia. Pero Sojin no se detuvo. Con un movimiento rápido, clavó sus uñas en su garganta, rasgando la carne con una precisión cruel. La sangre salpicó, cubriendo el cuerpo de Sojin y Bakin, pero los gemelos no parecieron inmutarse.
El tercer shinobi, ahora completamente fuera de sí, dejó caer su kunai y comenzó a correr, sus gritos llenando el aire nocturno. Pero su intento de escape era inútil. Bakin y Sojin se movieron como una sombra implacable, cerrando la distancia en segundos. Sojin, con un grito de puro placer, emergió más completamente del cuerpo de Bakin, su risa resonando en la noche. Con una fuerza brutal, saltó sobre el joven, derribándolo al suelo. Sus dientes, afilados como cuchillas, se hundieron en la garganta del muchacho, desgarrando carne y hueso hasta que la vida se extinguió de sus ojos.
El silencio que siguió fue absoluto, solo roto por los jadeos entrecortados de Bakin y el sonido goteante de la sangre cayendo al suelo. Sojin, con su rostro manchado de rojo, volvió lentamente a su lugar en el cuerpo de Bakin, susurrando con una satisfacción palpable.
—Eres un monstruo, Bakin... —susurró Sojin, sus palabras llenas de orgullo oscuro—. Y yo soy tu sombra. Nadie puede escapar de nosotros.
Bakin permaneció en silencio, mirando los cuerpos inertes que yacían a su alrededor. Habían probado la sangre por primera vez, y en lo más profundo de su ser, sabía que no habría vuelta atrás. Habían cruzado una línea, una línea que los separaba de los demás, y en ese lado oscuro, encontraron un hogar.
Con un suspiro, Bakin limpió sus espadas en la hierba y se dio la vuelta, comenzando a caminar de regreso al bosque.
—Vendrán más... —dijo Sojin, ya anticipando los próximos enfrentamientos.
—Lo sé —respondió Bakin, con una voz que no tenía miedo, solo aceptación—. Y los esperaremos.
La luna continuó su viaje por el cielo, indiferente a lo que había ocurrido en el bosque. Pero los árboles, las sombras y el viento, sabían que algo había cambiado.