La noche en Konohagakure comenzó con una serenidad que prometía descanso y tranquilidad. Shikagetsu, un joven shinobi de brillante futuro, disfrutaba de la cena con su familia. Su madre había preparado su plato favorito, y su padre contaba historias de sus propias misiones. Era un momento de paz, una pausa en la constante tensión de la vida ninja.
Pero esa calma se rompió abruptamente cuando una luz roja y abrasadora desgarró el cielo. El resplandor era tan intenso que convirtió la noche en día, un destello cegador que hizo temblar la tierra. Shikagetsu se levantó de un salto, su corazón latiendo con fuerza en su pecho.
—¿Qué está pasando? —preguntó, la voz temblorosa, mientras miraba a sus padres en busca de respuestas.
Su padre, un veterano shinobi, frunció el ceño. Su madre lo abrazó con fuerza, en un tiento gesto de miedo la mujer veía como un niño a su ahora adulto hijo y en un gesto alrentadolo contra su cuerpo trataba de protegerlo de una amenaza que ni siquiera podía comprender.
—Quédense aquí, —ordenó su padre, mientras se dirigía hacia la puerta. Pero antes de salir, se detuvo y miró a Shikagetsu. —Ven conmigo, hijo. Necesito que te mantengas fuerte.
Shikagetsu asintió, aunque sentía que el miedo lo paralizaba. Siguió a su padre fuera de la casa, donde el cielo estaba cubierto por esa ominosa luz roja. Gritos de desesperación llenaban el aire mientras la gente corría sin rumbo, buscando refugio de una amenaza que parecía inevitable.
La luz roja continuaba expandiéndose, devorando todo a su paso. Shikagetsu y su padre se detuvieron en la plaza central, donde otros shinobis trataban de organizar la evacuación. El joven shinobi sintió una ola de pánico al ver la desesperación en los rostros de los adultos que siempre había considerado invencibles.
—Padre, tengo miedo, —admitió Shikagetsu, su voz quebrada por la vergüenza.
Su padre se suavizó un segundo frente a él, poniendo las manos sobre sus hombros.
—Es natural tener miedo, hijo. Pero el valor no es la ausencia de miedo, sino la voluntad de seguir adelante a pesar de él. La Voluntad de Fuego está en ti, y es lo que nos hace fuertes.
Shikagetsu asintió lentamente, tratando de encontrar consuelo en las palabras de su padre. Pero el miedo seguía ahí, una presencia opresiva que lo hacía temblar.
La luz roja se acercaba cada vez más, y la sensación de desesperanza se intensificaba. Su madre, que había seguido a ambos, se unió a ellos, abrazándolos con fuerza.
—Estamos juntos, —dijo ella, su voz suave y reconfortante. —Pase lo que pase, estamos juntos.
En ese momento, la luz roja los envolvió. Shikagetsu sintió una extraña calma mientras la energía antimatérea comenzaba a desintegrar todo a su alrededor. Miró a su padre, quien le sonrió con una mezcla de tristeza y orgullo.
—Recuerda siempre quién eres, Shikagetsu. La Voluntad de Fuego nunca se apaga.
Con esas palabras, la luz roja los consumió. Shikagetsu sintió cómo su cuerpo se desvanecía, pero no sintió dolor. En sus últimos momentos, el miedo se disipó, reemplazado por el amor y el valor que su familia le había infundido.
Mientras desaparecía en la nada, Shikagetsu pensó en todos los momentos felices, en las lecciones aprendidas y en el orgullo de ser parte de Konohagakure. Su espíritu, junto al de su familia, se unió a la eterna llama que protegía a su hogar, un recordatorio de que la Voluntad de Fuego nunca se extinguiría.
Y así, en el resplandor rojo de la destrucción, Shikagetsu encontró la paz, sabiendo que su sacrificio y el de su familia formarían parte del legado que siempre había defendido.
Pero esa calma se rompió abruptamente cuando una luz roja y abrasadora desgarró el cielo. El resplandor era tan intenso que convirtió la noche en día, un destello cegador que hizo temblar la tierra. Shikagetsu se levantó de un salto, su corazón latiendo con fuerza en su pecho.
—¿Qué está pasando? —preguntó, la voz temblorosa, mientras miraba a sus padres en busca de respuestas.
Su padre, un veterano shinobi, frunció el ceño. Su madre lo abrazó con fuerza, en un tiento gesto de miedo la mujer veía como un niño a su ahora adulto hijo y en un gesto alrentadolo contra su cuerpo trataba de protegerlo de una amenaza que ni siquiera podía comprender.
—Quédense aquí, —ordenó su padre, mientras se dirigía hacia la puerta. Pero antes de salir, se detuvo y miró a Shikagetsu. —Ven conmigo, hijo. Necesito que te mantengas fuerte.
Shikagetsu asintió, aunque sentía que el miedo lo paralizaba. Siguió a su padre fuera de la casa, donde el cielo estaba cubierto por esa ominosa luz roja. Gritos de desesperación llenaban el aire mientras la gente corría sin rumbo, buscando refugio de una amenaza que parecía inevitable.
La luz roja continuaba expandiéndose, devorando todo a su paso. Shikagetsu y su padre se detuvieron en la plaza central, donde otros shinobis trataban de organizar la evacuación. El joven shinobi sintió una ola de pánico al ver la desesperación en los rostros de los adultos que siempre había considerado invencibles.
—Padre, tengo miedo, —admitió Shikagetsu, su voz quebrada por la vergüenza.
Su padre se suavizó un segundo frente a él, poniendo las manos sobre sus hombros.
—Es natural tener miedo, hijo. Pero el valor no es la ausencia de miedo, sino la voluntad de seguir adelante a pesar de él. La Voluntad de Fuego está en ti, y es lo que nos hace fuertes.
Shikagetsu asintió lentamente, tratando de encontrar consuelo en las palabras de su padre. Pero el miedo seguía ahí, una presencia opresiva que lo hacía temblar.
La luz roja se acercaba cada vez más, y la sensación de desesperanza se intensificaba. Su madre, que había seguido a ambos, se unió a ellos, abrazándolos con fuerza.
—Estamos juntos, —dijo ella, su voz suave y reconfortante. —Pase lo que pase, estamos juntos.
En ese momento, la luz roja los envolvió. Shikagetsu sintió una extraña calma mientras la energía antimatérea comenzaba a desintegrar todo a su alrededor. Miró a su padre, quien le sonrió con una mezcla de tristeza y orgullo.
—Recuerda siempre quién eres, Shikagetsu. La Voluntad de Fuego nunca se apaga.
Con esas palabras, la luz roja los consumió. Shikagetsu sintió cómo su cuerpo se desvanecía, pero no sintió dolor. En sus últimos momentos, el miedo se disipó, reemplazado por el amor y el valor que su familia le había infundido.
Mientras desaparecía en la nada, Shikagetsu pensó en todos los momentos felices, en las lecciones aprendidas y en el orgullo de ser parte de Konohagakure. Su espíritu, junto al de su familia, se unió a la eterna llama que protegía a su hogar, un recordatorio de que la Voluntad de Fuego nunca se extinguiría.
Y así, en el resplandor rojo de la destrucción, Shikagetsu encontró la paz, sabiendo que su sacrificio y el de su familia formarían parte del legado que siempre había defendido.