La melodía seca que retumbaba entre las paredes de aquel callejón estrecho era similar al sonido de un saco de tierra siendo estrellado contra el suelo repetidas veces. Más allá de aquel conjunto de vibraciones acústicas, el completo silencio que, de vez en cuando, se veía interrumpido también por una que otra carcajada patética. De cualquier forma, y aprovechando la iluminación de los tímidos rayos de sol que se atrevían a colarse en aquella escena, un grupo variopinto de jóvenes poblaba aquel camino de tierra abrazado por dos edificios de tamaño considerable. El olfato tampoco era un sentido muy favorecido allí, pues los vientos traían consigo y arremolinaban aromas típicos de un estercolero de los de más baja categoría. Para uno de los jóvenes que estaban allí, el sabor era ferroso y conocido, pues su propia sangre era algo que, en incontables ocasiones atrás, había probado. Y pues, el tacto podía dividirse entre dos. El que golpeaba, y el que recibía los golpes. El resto solo espectaba.
— Como sigas así va a terminar gustándote el dolor. — Murmuró una voz, que curiosamente no correspondía al personaje que arrojaba los puñetazos a diestra y siniestra aún cuando aquel tipo de comentarios, por usanza, solían venir de ese. Sin embargo, y con un gesto de la diestra de aquel que había hablado, los puñetazos resumieron luego del minúsculo «hiatus» que se habían tomado para dejarle tiempo a respirar a la pobre víctima. En un instante, un par de costillas rotas y otro par de derechazos al rostro venían como plato principal de la velada.
— Cómo a tu madre, ¿Dices? — Salió de la boca del depredado. Aquel era un comentario particularmente ofensivo dada las condiciones de su objetivo que, francamente, era una historia distinta para contar. Pero él lo sabía. Él sabía que aquello calaría hondo y no haría más sino herir la susceptibilidad del ya patético matón mientras la golpiza arreciaba. ¿Por qué lo había hecho? ¿No podía simplemente quedarse callado y poner la otra mejilla? A veces su mente operaba de manera contraria a lo que su propio sentido común le decía, y más seguidas que escasas eran las situaciones en las que todo empeoraba por ello. Pero ahí estaba, con la sangre escurriéndole por la comisura de los labios que formaban una sonrisa a medias esperando lo que, probablemente, sería el final de su triste historia.
Y como todo final, empezaría escalando. El insultado daría un paso al costado sin decir una sola palabra mientras el ejecutor se hacía a un lado también. Todos los presentes parecían saber lo que procedería menos el pobre diablo al que golpeaban. De una de las paredes del callejón, y con un acto de fuerza considerable, el de aparentemente mayor jerarquía entre el grupo tomaría algo que, bajo la sangre y el parpado hinchado, el golpeado vería como un trozo de tubería oxidada. No faltaron más que un par de segundos para que, de un movimiento, aquel metal frío se estrellase contra la tibia de su pierna derecha, haciéndole caer arrodillado por el dolor, no sin antes recibir un rodillazo a la altura del estómago casi como si su propio cuerpo fuese el que se acercó a la rodilla.
El sabor que poblaba su boca era ahora una mezcla funesta entre bilis y sangre, con el aire escaseando entre jadeos. Y, sin embargo, la sonrisa seguía ahí, como prueba inequívoca de una voluntad inquebrantable. O, mejor dicho; una voluntad destrozada hace eones ya. ¿Qué iba a perder más que la vida? Alzando la mirada para fijarla en su ejecutor, el ojiceleste pudo observar la silueta ensombrecida del ángel de la muerte, solo que, esta vez, en lugar de guadaña portaba un mísero trozo de metal que parecía destinado a dar el golpe de gracia en su sien.
Pero no todo podía salir bien, lamentablemente. El próximo sonido que escuchó el grupo entero provenía del repicar de un hierro golpeando otro repetidamente. El «cling, cling, cling» provenía de la entrada del callejón, a donde el medio arrodillado dirigiría la mirada casi instintivamente al igual que el resto de los presentes, incluyendo al atacante. Entre los problemas para enfocar pudo discernir que se trataba de otro de los integrantes de aquel grupo, uno que miraba hacia afuera expectante y vigilante con un kunai en la mano, golpeando activamente un trozo de metal en la pared de uno de los edificios con el cuchillo, a modo de alarma.
La situación se hizo obvia entre el repiqueteo metálico. Alguien venía. Algún guardia cuya ruta se dignase a pasar por ahí. Y el rechistar de la lengua del golpeado denotaba una contrariada molestia. — La única puta vez… — Pensó, mientras el resto murmuraba y algunos empezaban a activar el plan de huida. Al notarlo, y al ver que el perpetrador oficial parecía haber olvidado todo y empezaba a escapar escalando la pared, alzó la mirada al tiempo que la voz. — Salúdamela. — Con la misma sonrisa, y la voz tan alta como pudiese para ser escuchado sin gritar, esperaría un movimiento más.
Y claro, aquel tubo de metal arrancaría desde el brazo del nuevamente insultado a manera de proyectil buscando empalar al arrodillado. Sin embargo, el temor a las reprimendas oficiales era tal, que ni siquiera se giró a ver si su objetivo había sido logrado cuando ya había desaparecido de la escena. Con el rabo entre las patas, cabe destacar.
Un último repicar metálico se escuchó en aquel callejón, esta vez producido por el choque de la tubería contra el kunai que, hace momentos atrás, el golpeado había alcanzado y preparado para rajar la garganta del idiota que le atacaba. Cuando el tubo cayó al suelo, el peliazul se habría recompuesto hasta quedar erguido nuevamente. Si, le dolía cada centímetro del cuerpo, pero no era una sensación nueva. Como pudo alcanzó a limpiarse el rostro para despojarlo de la sangre que empezaba a secarse, y con un escupitajo dejó también limpia su boca. Volvió a guardar el kunai entre sus pertenencias, y se dispuso a caminar hacia la salida del callejón, cojeando notoriamente de la pierna más golpeada.
Estando fuera coincidió amargamente con el guardia, que tenía todo el aspecto de un borracho de pueblo. El hombre le miró de arriba a abajo y aclaró su garganta antes de proseguir. — ¿Algo que reportar? — Inquirió mientras se llevaba la mano derecha al chaleco en busca de algo. — No, señor. Una mala caída desde el tejado por andar distraído. — Respondió el ojiceleste mirando al otro de reojo, quien simplemente alzó una ceja y bajó la guardia. — Ve a asearte y pasa por la enfermería, no aceptaré esto como excusa para ausentarte a los próximos ejercicios. — Ante esto último no hizo más que asentir el herido, y siguió su camino cojeando en dirección a las barracas.
— La única puta vez que estoy dispuesto a degollar a todos esos inútiles… — Murmuraría.
Y de eso se trataba. De un tiempo para acá su límite moral estaba llegando y las golpizas, maltratos y situaciones de mierda en las que se veía envuelto por naturaleza le estaban haciendo mella. Un orgullo inconsistente con su origen empezaba a aflorar, y en conjunto con el crecimiento de sus propias capacidades, se sentía en la posición favorable para hacer algo al respecto. Si el mundo estaba en la mierda, un asesino más no importaría, y unos 5 inútiles menos liberarían espacio a soldados más capaces. De cualquier forma, hoy no sería el día, pero la próxima vez quizás…
— Como sigas así va a terminar gustándote el dolor. — Murmuró una voz, que curiosamente no correspondía al personaje que arrojaba los puñetazos a diestra y siniestra aún cuando aquel tipo de comentarios, por usanza, solían venir de ese. Sin embargo, y con un gesto de la diestra de aquel que había hablado, los puñetazos resumieron luego del minúsculo «hiatus» que se habían tomado para dejarle tiempo a respirar a la pobre víctima. En un instante, un par de costillas rotas y otro par de derechazos al rostro venían como plato principal de la velada.
— Cómo a tu madre, ¿Dices? — Salió de la boca del depredado. Aquel era un comentario particularmente ofensivo dada las condiciones de su objetivo que, francamente, era una historia distinta para contar. Pero él lo sabía. Él sabía que aquello calaría hondo y no haría más sino herir la susceptibilidad del ya patético matón mientras la golpiza arreciaba. ¿Por qué lo había hecho? ¿No podía simplemente quedarse callado y poner la otra mejilla? A veces su mente operaba de manera contraria a lo que su propio sentido común le decía, y más seguidas que escasas eran las situaciones en las que todo empeoraba por ello. Pero ahí estaba, con la sangre escurriéndole por la comisura de los labios que formaban una sonrisa a medias esperando lo que, probablemente, sería el final de su triste historia.
Y como todo final, empezaría escalando. El insultado daría un paso al costado sin decir una sola palabra mientras el ejecutor se hacía a un lado también. Todos los presentes parecían saber lo que procedería menos el pobre diablo al que golpeaban. De una de las paredes del callejón, y con un acto de fuerza considerable, el de aparentemente mayor jerarquía entre el grupo tomaría algo que, bajo la sangre y el parpado hinchado, el golpeado vería como un trozo de tubería oxidada. No faltaron más que un par de segundos para que, de un movimiento, aquel metal frío se estrellase contra la tibia de su pierna derecha, haciéndole caer arrodillado por el dolor, no sin antes recibir un rodillazo a la altura del estómago casi como si su propio cuerpo fuese el que se acercó a la rodilla.
El sabor que poblaba su boca era ahora una mezcla funesta entre bilis y sangre, con el aire escaseando entre jadeos. Y, sin embargo, la sonrisa seguía ahí, como prueba inequívoca de una voluntad inquebrantable. O, mejor dicho; una voluntad destrozada hace eones ya. ¿Qué iba a perder más que la vida? Alzando la mirada para fijarla en su ejecutor, el ojiceleste pudo observar la silueta ensombrecida del ángel de la muerte, solo que, esta vez, en lugar de guadaña portaba un mísero trozo de metal que parecía destinado a dar el golpe de gracia en su sien.
Pero no todo podía salir bien, lamentablemente. El próximo sonido que escuchó el grupo entero provenía del repicar de un hierro golpeando otro repetidamente. El «cling, cling, cling» provenía de la entrada del callejón, a donde el medio arrodillado dirigiría la mirada casi instintivamente al igual que el resto de los presentes, incluyendo al atacante. Entre los problemas para enfocar pudo discernir que se trataba de otro de los integrantes de aquel grupo, uno que miraba hacia afuera expectante y vigilante con un kunai en la mano, golpeando activamente un trozo de metal en la pared de uno de los edificios con el cuchillo, a modo de alarma.
La situación se hizo obvia entre el repiqueteo metálico. Alguien venía. Algún guardia cuya ruta se dignase a pasar por ahí. Y el rechistar de la lengua del golpeado denotaba una contrariada molestia. — La única puta vez… — Pensó, mientras el resto murmuraba y algunos empezaban a activar el plan de huida. Al notarlo, y al ver que el perpetrador oficial parecía haber olvidado todo y empezaba a escapar escalando la pared, alzó la mirada al tiempo que la voz. — Salúdamela. — Con la misma sonrisa, y la voz tan alta como pudiese para ser escuchado sin gritar, esperaría un movimiento más.
Y claro, aquel tubo de metal arrancaría desde el brazo del nuevamente insultado a manera de proyectil buscando empalar al arrodillado. Sin embargo, el temor a las reprimendas oficiales era tal, que ni siquiera se giró a ver si su objetivo había sido logrado cuando ya había desaparecido de la escena. Con el rabo entre las patas, cabe destacar.
Un último repicar metálico se escuchó en aquel callejón, esta vez producido por el choque de la tubería contra el kunai que, hace momentos atrás, el golpeado había alcanzado y preparado para rajar la garganta del idiota que le atacaba. Cuando el tubo cayó al suelo, el peliazul se habría recompuesto hasta quedar erguido nuevamente. Si, le dolía cada centímetro del cuerpo, pero no era una sensación nueva. Como pudo alcanzó a limpiarse el rostro para despojarlo de la sangre que empezaba a secarse, y con un escupitajo dejó también limpia su boca. Volvió a guardar el kunai entre sus pertenencias, y se dispuso a caminar hacia la salida del callejón, cojeando notoriamente de la pierna más golpeada.
Estando fuera coincidió amargamente con el guardia, que tenía todo el aspecto de un borracho de pueblo. El hombre le miró de arriba a abajo y aclaró su garganta antes de proseguir. — ¿Algo que reportar? — Inquirió mientras se llevaba la mano derecha al chaleco en busca de algo. — No, señor. Una mala caída desde el tejado por andar distraído. — Respondió el ojiceleste mirando al otro de reojo, quien simplemente alzó una ceja y bajó la guardia. — Ve a asearte y pasa por la enfermería, no aceptaré esto como excusa para ausentarte a los próximos ejercicios. — Ante esto último no hizo más que asentir el herido, y siguió su camino cojeando en dirección a las barracas.
— La única puta vez que estoy dispuesto a degollar a todos esos inútiles… — Murmuraría.
Y de eso se trataba. De un tiempo para acá su límite moral estaba llegando y las golpizas, maltratos y situaciones de mierda en las que se veía envuelto por naturaleza le estaban haciendo mella. Un orgullo inconsistente con su origen empezaba a aflorar, y en conjunto con el crecimiento de sus propias capacidades, se sentía en la posición favorable para hacer algo al respecto. Si el mundo estaba en la mierda, un asesino más no importaría, y unos 5 inútiles menos liberarían espacio a soldados más capaces. De cualquier forma, hoy no sería el día, pero la próxima vez quizás…