[Pasado] - Nacimiento.
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La noche caía sobre Kumogakure con una furia inusitada. Los relámpagos rasgaban el cielo en destellos violentos, iluminando por breves instantes las cimas de las montañas y el oscuro manto de nubes que se cernía sobre la aldea. El viento aullaba entre los árboles, como si la naturaleza misma intentara advertir del oscuro presagio que estaba por venir.
En una habitación apartada dentro del complejo del clan Tajuken, los gritos de una mujer rompían la noche, compitiendo con la tormenta en intensidad. Era Ayame Tajuken, una kunoichi de renombre, conocida por su destreza con el kenjutsu y su inquebrantable espíritu en combate. Pero en ese momento todo su poder y su coraje parecían insignificantes ante el dolor que la consumía.
A su lado, un hombre alto y de complexión robusta, con una cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda, sostenía su mano con fuerza. Ryoma Tajuken, su esposo y líder de la familia, era un hombre temido por su ingenio en batalla, pero en ese instante, el miedo que se reflejaba en sus ojos no tenía nada que ver con enemigos visibles. La incertidumbre de lo que sucedía ante él era un enemigo que no podía derrotar con su espada.
—Aguanta, Ayame —murmuró Ryoma, su voz firme pero llena de preocupación—. Ya casi está aquí. Solo un poco más.
Ayame apretó la mandíbula, su rostro perlado de sudor y sus ojos entrecerrados por el dolor. Pero detrás de ese sufrimiento, había algo más, algo que Ryoma no podía ignorar: un brillo de terror primigenio, como si ella supiera que lo que estaba a punto de traer al mundo no era natural.
—No... no es normal, Ryoma —jadeó Ayame entre respiraciones entrecortadas—. Algo está... mal.
Ryoma frunció el ceño, pero antes de que pudiera responder, la puerta se abrió de golpe, y dos ancianos del clan entraron apresuradamente. Ambos eran figuras respetadas, conocedores de las antiguas tradiciones y guardianes de los secretos más oscuros del clan. Uno de ellos, un hombre de cabello blanco y espalda encorvada, se acercó a Ayame con una expresión grave.
—La tormenta ha sido enviada por los dioses —dijo el anciano, su voz tan áspera como la piedra—. Este nacimiento está marcado por fuerzas más allá de nuestro control.
El segundo anciano, una mujer con el rostro surcado de arrugas y ojos penetrantes, se inclinó sobre Ayame y comenzó a recitar un antiguo cántico, intentando apaciguar los espíritus que, según las creencias del clan, se arremolinaban alrededor del parto. Pero la expresión de Ayame se torció aún más en una mueca de dolor.
El tiempo pareció dilatarse en esa pequeña habitación. Las horas pasaban como cuchillas, desgarrando la cordura de los presentes. Afuera, la tormenta continuaba, sus truenos resonando como el rugido de una bestia enfurecida. Y entonces, justo cuando parecía que Ayame no podría soportarlo más, llegó el primer grito de un recién nacido.
Pero no fue el grito que esperaban.
El sonido era desgarrador, como un alarido que no pertenecía a este mundo. Ryoma se tensó, sintiendo un escalofrío recorrer su espina dorsal. Su hijo había nacido, pero lo que vio al sostener al pequeño cuerpo en sus manos lo dejó sin palabras.
—Por los dioses... —murmuró el anciano mientras observaba al recién nacido.
El bebé tenía un rostro normal, una expresión de inocencia en sus ojos, pero había algo en él que no encajaba. En su hombro derecho, una pequeña masa latía con vida propia, un crecimiento anómalo que palpitaba con cada respiración del niño. La madre, al verlo, soltó un gemido de terror.
—No... no puede ser —susurró Ayame, sus ojos llenos de lágrimas—. ¿Qué es eso?
El segundo bebé estaba unido al primero por la extraña masa en el hombro, pero este tenía una cabeza completamente formada, con rasgos claramente femeninos, y una mirada que ya destilaba malicia.
—Dos almas en un solo cuerpo —murmuró la anciana, con los ojos abiertos de par en par—. Este es un signo de los tiempos oscuros que se avecinan.
Ryoma sintió cómo el suelo se desmoronaba bajo él. Había esperado con ansias el nacimiento de su hijo, pero nunca había imaginado que sería así. Su mente, entrenada para la guerra y la estrategia, no podía procesar lo que tenía ante él.
Ayame, con las últimas fuerzas que le quedaban, extendió la mano hacia sus hijos, pero su rostro se contrajo en una mueca de dolor y miedo. La vida se le escapaba, y lo último que vio antes de cerrar los ojos fue a sus hijos, esas criaturas que parecían más demonios que humanos.
—Ryoma... protégelos —fueron sus últimas palabras antes de que su cuerpo se relajara, y la muerte se la llevara.
Ryoma la observó, sus manos temblando mientras sostenía a los gemelos. No sabía qué hacer, no sabía qué decir. El amor y el horror se mezclaban en su corazón, creando una tormenta interna tan violenta como la que rugía afuera.
—¿Qué haremos con ellos? —preguntó el anciano, rompiendo el silencio.
Ryoma levantó la vista, su rostro endurecido por el dolor y la confusión.
—Los criaré —dijo con voz firme—. Son mis hijos, y sean lo que sean, los protegeré.
El anciano asintió, aunque sus ojos reflejaban dudas. La anciana, sin embargo, se acercó y susurró:
—Estos niños están destinados a grandes cosas, Ryoma. Pero no te engañes, su destino está teñido de sangre.
Ryoma, ahora viudo y padre de dos criaturas que desafían la naturaleza misma, apretó los dientes. Sabía que el camino por delante sería oscuro y lleno de peligros, pero también sabía que no podía darles la espalda. Los gemelos Tajuken habían nacido, y con ellos, una nueva era de caos y destrucción comenzaba a gestarse en las sombras de Kumogakure.
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