[Pasado] Oficial de Logística.
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Año 11 A.K.
País del Fuego. Frontera con el País de los Campos de Arroz. Cercanías del Valle del Fin.


Habían transcurrido ya cinco años desde la muerte del Maestro Tsunematsu y mi subsiguiente partida del Monte Mushabari. Tras viajar al País del Fuego y fallar en mi intento por localizar a Kimioki, tuve la suerte de conocer a un joven llamado Norihisa Nara, con quien hice buenas migas. Fue a través de él que aprendí sobre un antiguo estilo de combate conocido como el "Arte Ninja del Puño de Arhat" y comencé a practicarlo. Muy poco tiempo había pasado y mis habilidades con el estilo Rakanken eran verdaderamente penosas, pero me divertía pues, tras toda una vida, estaba entrenando más allá del Hakkyokuseiken o la variante que el Maestro había creado: el Puño del Mono Borracho.
Norihisa Nara era un hombre verdaderamente interesante, y sus historias sobre la Quinta Guerra Ninja y la amenaza del Imperio del Rayo me mostraban un panorama que, estando aislado en la montaña, jamás había contemplado. Norihisa vivía en la Aldea Oculta entre las Hojas y pertenecía a una famosa familia de guerreros conocidos como el Clan Nara. Él era mi principal fuente de información, a pesar de que yo nunca fui de cortarme con las palabras y gustaba de entablar conversación con todo el que se me cruzara. Dicho esto, y a pesar de que confiaba mucho en Norihisa, varias veces me pregunté qué tan cercanos a la objetividad eran sus relatos sobre el panorama mundial.
Llevaba dos años bajo la tutela de Norihisa cuando el Imperio del Rayo lanzó un ataque global en todos los frentes con el objetivo de convertirse en el nuevo poder mundial. El País del Fuego, la tierra de mi buen amigo, fue invadido y él y sus hermanos, como guerreros que eran, fueron llamados a filas. Norihisa, a quien varias veces le había contado sobre mi entrenamiento en el Pico de los Hakkyo, me sorprendió al solicitar mi ayuda en la guerra que se avecinaba sobre el continente. Sin embargo, cuando me di cuenta de que su súplica nacía de la desesperanza de quien teme lo peor para su tierra y su gente, la sorpresa que se había apoderado de mí desapareció. Por Norihisa y por el Clan Nara, que tan hospitalarios habían sido conmigo, accedí a ayudar al País del Fuego en su defensa contra el Imperio del Rayo, pero le advertí a mi amigo que yo no lucharía. Había varios motivos detrás de aquella decisión mía; algunos atravesaban la razón y otros llegaban a mí desde un lugar más visceral. La tradición de no intervención de los Hakkyo, sumada a la naturaleza pacifista del Maestro, me impedían sentirme cómodo con la idea de entablar combate con los shinobi del rayo. Yo sabía que Norihisa entendería mis sentimientos y los respetaría, y así lo hizo. Se decidió entonces que yo actuaría como logístico para el País del Fuego, trasladando provisiones de comida, suministros y armamento para las fuerzas shinobi. Así fue como comenzó mi viaje por los horrorosos caminos de lo que era una guerra a escala mundial entre shinobi.
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Última modificación: 17-06-2024, 02:19 PM por Yoshisada Jungyosai.
Año 10 A.K.
País del Fuego. Frontera con el País de los Campos de Arroz. Cercanías del Valle del Fin.


Casi un año había pasado desde que asumí mi rol como oficial de logística para el País del Fuego. Las tropas del Imperio del Rayo se habían retirado inexplicablemente y entre los soldados corrían rumores sobre un dios de la muerte y la llamada "Guerra inmortal". La vida en la retaguardia era un constante desafío, no solo por la coordinación y distribución de los suministros, sino también por las historias y rostros de aquellos que dependían de nuestro trabajo.
Recuerdo una noche en particular, oscura y fría, cuando me encontraba en el campamento principal, revisando los inventarios de comida y armamento. La luz de las lámparas de aceite proyectaba sombras danzantes en las paredes de la tienda de campaña, y el murmullo constante de los soldados que descansaban después de un largo día de batalla llenaba el aire. De repente, un mensajero irrumpió en la tienda, jadeante y cubierto de polvo.
—¡Jungyosai-san! —exclamó, inclinándose ligeramente en señal de respeto. —Tenemos un problema en el puesto avanzado de Tanigawa. ¡Han sido emboscados por los adoradores de Jahin y necesitan urgentemente de refuerzos y armamento!
Sin perder tiempo, reuní a un pequeño equipo de hombres de confianza y cargamos lo necesario en varios carros. Sabía que el viaje a Tanigawa no sería fácil; los caminos estaban infestados de patrullas enemigas y las condiciones del terreno eran traicioneras. Pero no podíamos permitirnos fallar. La supervivencia de nuestros compañeros dependía de nosotros.
Mientras avanzábamos en la oscuridad, mis meditación me devolvió a los días en el Monte Mushabari, donde la paz y la serenidad eran la norma. Ahora me encontraba en un mundo de caos y destrucción, y la carga de mi responsabilidad pesaba sobre mis hombros como una armadura invisible. Me dí cuenta que la responabilidad no era algo a lo que estuviera acostumbrado. Aún así, no podía evitar sentir una cierta solemnidad al saber que estaba haciendo una diferencia, aunque no fuera en la forma que el Maestro Tsunematsu había imaginado para mí.
Al llegar a Tanigawa, el panorama era desolador. Las marcas de la batalla reciente eran evidentes en cada rincón: árboles caídos, tierra quemada y el eco de los gritos de los heridos. Rápidamente comenzamos a distribuir los suministros médicos. Me movía entre los soldados heridos, entregando vendas y medicinas, tratando de ofrecer una palabra de aliento aquí y allá.
En medio de aquel caos, mis ojos se encontraron con los de un joven soldado que yacía en el suelo, su rostro pálido y sus manos temblorosas. Me arrodillé a su lado y le ofrecí agua.
—Aguanta, muchacho —le dije con suavidad—. Pronto estarás en la aldea y te cuidarán bien.
El soldado asintió débilmente y esbozó una sonrisa agradecida. En ese momento, corroboré que mi lugar en aquella guerra no estaba en la vanguardia, blandiendo una espada, sino aquí, en la retaguardia, asegurando que aquellos que luchaban tuvieran lo necesario para seguir adelante. Era un papel menos glorioso, quizás, pero vital para la resistencia del País del Fuego.
Esa noche, mientras el campamento se sumía en el silencio, reflexioné sobre las palabras del Maestro y la filosofía de los Hakkyo. La verdadera fuerza no siempre se mostraba en la batalla, sino en la capacidad de servir y proteger a los demás, incluso en las circunstancias más difíciles. Decidí que haría todo lo posible para que nadie muriera en mis campos de batalla. Y así, con el espíritu renovado, me preparé para enfrentar los desafíos que el amanecer traería consigo, con la firme convicción de que, en mi propio camino, estaba honrando las enseñanzas del Maestro Tsunematsu.
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La lluvia caía sin cesar, empapando el suelo y creando un escenario sombrío y resbaladizo. Norihisa Nara, líder de su escuadrón, avanzaba con determinación a través del campo de batalla, sus sentidos alertas a cualquier señal de peligro. Sabía que el éxito de su misión dependía de su capacidad para detener al enemigo en este punto estratégico, y estaba dispuesto a dar su vida por ello.
Frente a él, a unos cien metros, se encontraba un ex-guerrero del Imperio del Rayo, una figura imponente conocida como Raiko, el Tormenta de Hierro. La reputación de Raiko era temida entre los shinobi del País del Fuego; no solo por su dominio del elemento rayo, sino también por su maestría en el uso de múltiples armas colosales, incluyendo espadas y mazas. Raiko era una mole gigantesca de músculo, con una personalidad sádica y sanguinaria que lo convertía en en demonio en el campo de batalla. Norihisa sabía que enfrentarse a él sería su mayor desafío.
—¡Shinobi de la Hoja! —gritó Raiko, su voz resonando a través del viento y la lluvia—. Lord Jashin me envía para otorgarles sueño eterno.
Norihisa no respondió con palabras. En lugar de eso, asumió su posición de combate, sus manos moviéndose con agilidad para formar los sellos necesarios. Utilizando el poder de su clan, convocó a las sombras a su alrededor, listas para atacar a su enemigo. Las sombras se alargaron y retorcieron, formando figuras amenazantes que rodeaban a Raiko.
El combate comenzó con una explosión de energía. Raiko desató un relámpago que atravesó el campo, impactando contra las sombras de Norihisa y desvaneciéndolas en un instante. Norihisa esquivó por poco, sintiendo el calor del rayo pasar cerca de él. Con un movimiento rápido, envió sus sombras a atacar desde múltiples direcciones, buscando cualquier punto débil en la defensa de Raiko.
Raiko, sin embargo, era un adversario formidable. Con movimientos precisos, contraatacó, bloqueando y desintegrando las sombras con descargas eléctricas. La velocidad y fuerza de sus ataques eran abrumadoras. Norihisa apenas podía seguirle el ritmo, sus movimientos cada vez más lentos y menos efectivos.
En un intento desesperado por cambiar el curso del combate, Norihisa utilizó una técnica avanzada de su clan, creando una red de sombras que envolvieron a Raiko, tratando de inmovilizarlo. Por un momento, pareció que la estrategia funcionaría, pero Raiko liberó una explosión de energía que rompió las sombras y lo liberó de la trampa.
Con un rugido, Raiko levantó su maza colosal y la descargó sobre Norihisa. El golpe fue devastador, lanzándolo por los aires y haciéndolo aterrizar con un sonido sordo en el suelo empapado. Norihisa trató de levantarse, pero sus fuerzas lo abandonaban. Sus manos temblorosas buscaron apoyo en el barro, mientras la figura imponente de Raiko se acercaba, su sombra oscureciendo la tenue luz del día.
—Tu resistencia ha sido tan impresionante como fútil, shinobi de la Hoja —dijo Raiko con una voz fría que comenzaba a reflejar su sadismo—Este es el fin.
Raiko no se conformó con derrotarlo. Con una sonrisa cruel, levantó a Norihisa del suelo y comenzó su sádica tortura. Primero, usó su enorme espada para cortar superficialmente la piel de Norihisa, infligiendo cortes precisos y dolorosos que apenas lo dejaban consciente. Luego, con una precisión escalofriante, golpeó con su maza las extremidades de Norihisa, rompiendo huesos y desfigurando su cuerpo.
—¿Duele, portador de la Voluntad de Fuego? —se burló Raiko.
Norihisa, a pesar del tormento, mantenía la dignidad en sus ojos. Con el último aliento de fuerza que le quedaba, sonrió desafiantemente.
Raiko, frustrado por la valentía inquebrantable de Norihisa, lo dejó caer al suelo, sangrando y roto. Sabía que las heridas eran mortales y que Norihisa no sobreviviría mucho tiempo. Con una última mirada de desprecio, se dio la vuelta y se alejó, dejando a Norihisa a su suerte.
Norihisa quedó allí, herido de muerte, pero con una chispa de esperanza en su corazón. Había resistido hasta el último momento, y su sacrificio no sería en vano. Con su último aliento, pensó en su amigo Jungyosai, confiando en que él continuaría la lucha y protegería a aquellos que amaban su tierra.
Y así, en el campo de batalla, bajo la lluvia torrencial, Norihisa Nara cerró los ojos por última vez, entregando su vida por la causa en la que creía profundamente.
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El cielo estaba cubierto de nubes grises y la lluvia continuaba cayendo sin cesar, como si el mundo llorara la pérdida de tantas vidas. Me encontraba en el campamento principal, revisando los últimos informes de suministros y tratando de mantener el orden en medio del caos de la guerra. Fue en ese momento cuando un mensajero llegó, empapado y jadeante, con una expresión de dolor y urgencia en su rostro. Era Makasu, un joven al que había conocido durante mi estancia con los Nara. Se trataba de un buen amigo de Norihisa.
—¡Jungyosai-san! —dijo el mensajero con voz entrecortada— ¡Norihisa-san...Norihisa-san ha caído en combate!
Las palabras me golpearon como una maza invisible, dejándome sin aliento. Mi corazón se encogió y una ola de tristeza y desesperación me invadió. Durante unos segundos, el mundo pareció detenerse, y el ruido del campamento se desvaneció en el fondo de mi mente. Apenas podía creer lo que escuchaba.
—¿Cómo sucedió? —pregunté, tratando de mantener la compostura mientras una tormenta de emociones se desataba dentro de mí.
—F-Fue Raiko, el Tormenta de Hierro. Norihisa luchó valientemente... pero Raiko lo torturó y lo dejó morir en el campo de batalla.
Apreté los puños, sintiendo la impotencia y la rabia arder en mi interior. La imagen de mi amigo siendo torturado y dejado a morir me perseguiría por el resto de mi vida, lo supe al instante. Con una profunda tristeza en los ojos, asentí a Makasu y me retiré a mi tienda, necesitando un momento de soledad para procesar la pérdida.
Los días siguientes fueron una neblina de dolor y deberes. Me dediqué a mis responsabilidades con una determinación renovada, aunque mi corazón estaba roto. Cada tarea, cada decisión que tomaba, estaba impregnada del recuerdo de Norihisa y del sacrificio que había hecho. Me esforzaba por mantener la calma y la compostura ante los demás, sabiendo que muchos dependían de mí, pero por las noches, en la soledad de mi tienda, permitía que las lágrimas fluyeran libremente.
Una noche, mientras la lluvia continuaba golpeando el techo de mi tienda, me senté con un pergamino y un pincel. Decidí escribir una carta en honor a mi amigo caído, una forma de procesar mi dolor y rendirle homenaje. Las palabras fluyeron con el dolor y la gratitud que sentía por Norihisa.
Norihisa Nara, tu valentía y tu amistad han sido una luz en estos tiempos oscuros. Aunque ya no estés con nosotros...
Al terminar la carta, la guardé con cuidado entre mis pertenencias más preciadas. Sabía que, aunque el dolor de la pérdida nunca desaparecería por completo, el recuerdo de Norihisa me motivaría a seguir adelante, a luchar por un mundo mejor, en honor a mi amigo caído.
Así, con el corazón pesado pero la determinación inquebrantable, me levanté para enfrentar un nuevo día, decidido a cumplir la promesa que había hecho y a mantener viva la llama que un joven Nara me
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