En la solitud de aquel paraje repleto de árboles todavía frondosos, los arces rojos se mecían proyectando sus sombras danzantes sobre aguas calmas que reflejaban el esplendor del otoño. La tonalidad de las hojas contrastaba maravillosamente con el color de los ginkgos y con el verde aún persistente de algunos pinos y cedros cercanos, que pintaban el paisaje con una amplia gama de acuarelas que iban desde los amarillos más suaves hasta los rojos intensos y profundos.
Bancos de piedra y viejas linternas erosionadas y enmohecidas bordeaban el lago que era hogar de aves y peces coloridos. El sonido del viento ligero meciendo las ramas de los árboles y el murmullo suave del agua se entrelazaban para orquestar una melodía pacífica que inundaba el ambiente.
Rodeada por un colchón de hojas crujientes estaba sentada Karai, sobre su propio abrigo, con los codos apoyados en las rodillas. El cabello púrpura caía en mechones desordenados sobre su frente. Con el ceño ligeramente fruncido, buscaba enfoque y concentración, tratando de sumergirse entre las páginas de un libro. Pero no podía, no había forma, no lograba abstraerse de sus ideas. Los ojos de oro recorrían cada línea, cada párrafo, mas no recogían las palabras.
Resignada, suspiraría con pesadez, encorvando la postura y agachando la cabeza. Entre las manos el libro, abierto en un capítulo que leyó al menos siete veces, y del que no había podido retener una sola oración. No paraba de pensar.
Igual que las copas eran transformadas por el otoño, Karai estaba cambiando sus colores. A pesar de que nadie lo entendiera, alejarse de todo mientras mudaba la piel había sido una buena idea -o eso creía-, para tratar de mantener fresca su mente durante aquella metamorfosis.
Llevaba ya un par de semanas lejos del País del Rayo, y no pretendía regresar pronto, ofuscada por un profundo sentimiento de soledad e incomprensión, de desconexión, de no pertenencia. En poco tiempo todo se había vuelto extraño para ella. Tenía más dudas que certezas, abrumantes cuestiones que nunca le habían hecho ruido y ahora no paraban de rebotar como ecos en las paredes de su consciencia.
<<¿Quién soy? ¿A dónde voy? ¿Por qué las estrellas de los demás se ven más brillantes que las mías?>>
La brisa otoñal avivaría de golpe el susurro de los árboles. Revelaban, al caer, su anverso y reverso las hojas de los arces. El sol de su mirada danzaría junto a ellas, acompañándolas hasta encontrar descanso sobre el agua, y se posaría allí, en la superficie cristalina, como un tenue atardecer dorado.